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Si estuvieras aquí

Muchas veces me pregunto qué diría alguien que desapareció hace años sobre sucesos actuales. Qué opinaría algún personaje extraordinario que tuve la fortuna de tratar personalmente de asuntos que están pasando ahora, mucho después de su muerte.

Hay seres a los que admiré que, de alguna forma, continúan opinando en mi mente. Como si hubiese quedado pendiente un volumen de pensamientos brillantes que daba para tres o cuatro vidas extras. Vivo ahora apartado de la gran vida social, y por tanto ya casi no veo a nadie que me pueda hacer observaciones agudas sobre la actualidad. Así que en mi cabeza continúa hablando aquella gente impar de mi pasado, más grande que la vida pero menos que la muerte, que tenía frases inolvidables para cualquier cosa.

Morir no iguala, ahonda las diferencias humanas. Hay gente, la mayor parte, que un día desaparece y ya está. No tenía nada memorable que aportar al debate sobre el mundo. Sus opiniones eran lugares comunes y el hueco de su ausencia es meramente sentimental. Por el contrario, hay otra gente que continúa arrojando luz desde el pasado sobre cosas que han ocurrido hoy, con el mismo esplendor y mala leche de siempre. No se trata de que esas personas tuvieran más cultura. Echo mucho de menos a algún sabio analfabeto que sólo decía cosas penetrantes. Me digo: “Fulanito, si estuviera vivo, diría sobre esto lo siguiente…”

Hay muy pocos seres insustituibles cuya “vida” en las mentes de quienes los conocieron ¡y hasta de quienes no los conocieron! continúa hasta mucho después del día de su marcha. Aún no me creo que ciertas personas que tenían una sutileza para todo y que no están sobre la Tierra desde hace veinte años de verdad no estén. Mi cabeza no lo entiende así. James Boswell escribió mil páginas de conversaciones con un gigante de su época, “La vida de Samuel Johnson”, a la muerte de éste y tirando de memoria. Hay que tener una cabeza a prueba de bombas para acordarse años después de lo hablado en francachelas borrachas en “pubs” londinenses con un tipo irrepetible.

Pero es cierto que hay personas extraordinarias que todo lo que una vez dijeron tenía un gran poder para no ser olvidado. Porque ya sabíamos entonces que, cada vez que abrían la boca, estábamos asistiendo a un acontecimiento, y que sólo tendríamos oportunidad de escucharlo una vez y para siempre. A mí me ha ocurrido eso con dos o tres personas. Las conocí lo bastante bien como para saber qué dirían hoy sobre lo que está ocurriendo, aunque haya transcurrido una generación desde que me dejaron sin despedirse.

Gracias a la tecnología, ya podemos saber qué diría la gente tras su muerte. Puede existir una “nube de datos” en internet sobre cada persona que desee opinar después de morir. Una “nube” con sus declaraciones, su modo de vida, sus escritos, sus flaquezas, sus opiniones sobre lo infinitamente pequeño, todo. Con esa información cruzada, será posible saber qué diría esa persona sobre asuntos posteriores a su extinción física. Como si no se hubiese ido nunca. A eso lo llaman “eternidad aumentada”.

Pero el adelanto tecnológico llega un poco tarde. Todas las conversaciones con la gente extraordinaria que conocí y que ya no está desde hace mucho se han disipado en el aire. Nadie las incorporó a una “nube de datos”. Lo único que queda de esas personas es su voz reverberando cada vez más débil en mi memoria, y tal vez alguna corbata vieja en la casa de su viuda.

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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