>

Blogs

Los viejos del saco

Siempre me gustó la cercanía de los ancianos, y no por ningún sentimiento de piedad (en el fondo, la piedad rebaja a la otra persona), sino por verdadero interés. De niño quise que me transmitieran, mientras aún estaban a tiempo, algo del mundo que habían vivido y que cargaban como un pesado bulto. Con frecuencia ese bulto era literal: antes la mayoría de los viejos siempre andaban doblados por un misterioso saco de arpillera al hombro, que nunca me atreví a preguntar qué contenía. Un fardo que dejaban a un lado cuando venían de visita, se paraban a descansar en la cocina familiar y se les preguntaba: “¿ha almorzado usted?”

Antes, en las casas, no había día sin su viejo o vieja de visita, pero por alguna razón nunca coincidían dos o más ancianos al mismo tiempo, como si se hubiesen puesto de acuerdo. Los visitantes que se pasaban a saludar una vez al año parecían formar parte del ciclo natural, de modo que si, por ejemplo, era el tiempo de las brevas, se esperaba la llegada inminente del viejo Fulano, y no la de Mengano.

Yo era ese pequeño personaje sentado en la cocina con las piernas colgando de la silla, escuchando todo cuanto los ancianos tenían que decir. Era mucho mejor que irse a jugar. Ya nunca me interesó gran cosa la compañía de los de mi generación. Encontraba que no tenían nada relevante que aportarme, excepto camaradería. En los viejos encontraba la auténtica vida, que me la pasaban como un regalo mientras a ellos se les escapaba aleteando. Cuando se levantaban para irse iban dejando un reguero invisible de vida hasta el ascensor. Tal vez ya no volvían jamás.

Estamos hablando de un tiempo en que las costumbres del campo aún estaban muy recientes y los pisos de las ciudades eran jornadas de puertas abiertas, con el permiso del portero, que era capitán general y decidía incluso imponiéndose sobre los intereses de los inquilinos (fue una importación francesa, copiada de las temibles porteras parisinas). Una vez pasado el fielato de la portería, llegaban los viejos sin avisar. Alguna vez incluso después de transcurridos treinta años -aquello siempre tenía algo de milagroso reencuentro con gente que se creía desaparecida en una catástrofe planetaria-. Antes los viejos daban con todo el mundo aunque no supiesen el paradero, preguntando aquí y allá, como los carteros, o como la mafia.

De niño no tenía más que esperar en la mesa cubierta de hule de la cocina, sentado en una silla con las piernas colgando, para que fuesen pasando de visita mañanera todos aquellos ancianos cargando sus sacos. Conforme mis piernas fueron llegando al suelo dejaron poco a poco de pasar. Cuando ahora me quedo solo en una cocina, que ya son espacios asépticos sin ninguna vida orgánica, me doy cuenta que en una sociedad tan envejecida como la española ya no llaman a la puerta aquellos seres desdentados y sonrientes, alegres de poder transmitir la experiencia a quienes no tenían ninguna, y que anualmente venían a hacer su ronda hasta que un día llegaba la noticia de que no la harían más.

Habiendo más viejos hoy que nunca, se hacen notar mucho menos. Saben que ya no son aceptados en las casas ajenas, y que incluso se considera de mal tono aparecer por las mañanas. Las casas ya no están abiertas de par en par. Pasan escondidos por la calle, como los gatos. Sólo aspiran a disiparse sin molestar, y que los bomberos los encuentren semanas después a causa del olor que se filtra por el patio de luces.

Temas

Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


julio 2016
MTWTFSS
    123
45678910
11121314151617
18192021222324
25262728293031