Recuerdo haber recorrido a pie una gran ciudad italiana solamente buscando un determinado plato de pasta, representante de la antigua cocina pobre rural. Se trataba de unos simples spaghetti con pan. Soy consciente de lo impropio que resulta emplear la palabra “simple” para algo así. Unos spaghetti con pan frito (en teoría un plato redundante y poco atractivo, en la práctica una de esos platos geniales que dejó en el sur de Europa la escasez de recursos) nunca pueden ser simples más que para un necio. Cocinarlos como es debido, al igual que hacer un gran edificio eliminando todo lo accesorio, tiene la extrema complejidad de la medida justa.
La medida justa, para todo. Cuál es la medida justa como mejor se sabe es por intuición. Esta es la razón por la cual es tan difícil interpretar la auténtica cocina italiana sin ser italiano. Intuir, por ejemplo, la milésima de segundo precisa en que ha de detenerse la cocción de la pasta dura, para que se siga cociendo con su vapor una vez retirada el agua. ¿Qué matemática calcula eso? El sentido de la medida en la cocina es el espíritu del pueblo italiano. Complejo imitarlo, si se es una persona sin mucha capacidad para el matiz, algo que no es raro encontrar entre españoles. Al fin y al cabo, Gil de Biedma nos definía como una “nación de cabreros”.
Salvador Dalí decía que si él pintaba una tontería le salía un Dalí, mientras que si un tonto copiaba exactamente un Dalí le salía una tontería. Un cocinero calabrés cocina spaghetti con pan y le sale una obra maestra de la cocina de pobres. Mientras, alguien preparadísimo que no lo haya aprendido de quien sabe –o que lo haya heredado por genética- cocina lo mismo y le sale algo absolutamente incomestible. En este sentido, siempre me viene a la cabeza lo que escribió Pla, cuando viajaba en la primera mitad del siglo XX por una Europa tomada por la “haute cuisine” llena de plomizos platos de salsas blancas, con su estómago siempre estropeado: en cualquier parte, un buen restaurante italiano “me salva la vida”. Nos la salva a más de uno.
En donde nadie esperaría, en la pedanía de Churra, Murcia, en el restaurante “La Mariposa”, puede encontrarse asombrosamente esa obra maestra calabresa, la pasta con pan. Por supuesto no traten de encontrarla en la carta. No está. Supongo que no está, al menos de momento, en una relación abundante de platos tentadores y refinados, porque este tipo de humildes autenticidades no serían muy bien entendidos tal vez por la parroquia española, cuando leyera que se trata de pasta rebozada con abundante “mollica” frita de pan. Tal vez los spaghetti con pan frito recuerdan demasiado nuestra propia cocina de los pobres, lo que a alguna gente le resulta molesto porque hace consciente de dónde venimos. Qué daño ha hecho la burbuja inmobiliaria y la presunción de toda esa pobre gente millonaria, por aquí.
Si el lector visita el restaurante “La Mariposa” de Churra, Murcia, pida este oculta maravilla al amabilísimo dueño, Francesco D’Amico. Un hombre premiado por los certificados de calidad de sus exigentes compatriotas. El somero peperoncino del sofrito no llega a resultar picante, algo que asusta al hoy apocado paladar español. Pero Francesco tal vez le haga el favor de traer aparte algún ejemplar de la célebre guindilla larga calabresa, la “poinsettia”, en forma de rabo de diablo. Para aumentar la gracia del plato, se le añaden unas anchoas, desintegradas al cocinarse. El sabor marino se traslada a las diminutas migas de pan. Y entonces estas migas recuerdan extrañamente a una versión de una receta siciliana intensa que amo profundamente, la pasta “bottarga”. Como si el plato estuviese espolvoreado, no con las miguitas del pan real, ni con la ralladura de huevas de atún de almadraba ahumadas por la luz del sol (el original siciliano de la “bottarga”), sino con anaranjadas huevas de mújol. La imaginación al comer estos spaghetti con pan me traslada lejos.
Conseguir comer aún un plato con aquella deliciosa humildad mediterránea que vamos perdiendo es, hoy, un lujo sin precio.