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Sobre presencias nocturnas (y II)

En alguna ocasión pasé la noche en una casa considerada encantada, en el campo español. No revelaré su localización por no perjudicar comercialmente a su propietario, o no servir de llamada a curiosos que puedan molestar a sus actuales arrendatarios. Era un edificio que contenía eso que se conoce como fantasma. Puede que ya no sea así. Las condensaciones de emociones remanentes se agotan, las casas por fin se apagan.

Trataré de relatar mi fragmentaria experiencia sin añadir nada emocionante. De forma notarial y, si es posible, aséptica. La mayoría de los lugares extraños no tienen casi nada digno de mención. El casi es lo que los hace disuasorios. Cuando pernocté allí tuve la sensación de que, aunque las ventanas estuviesen abiertas, el aire libre no se atrevía a entrar. Era lo primero que cualquier persona poco capacitada para lo invisible percibía. La atmósfera del interior de la casa parecía tener diferente composición de elementos. Un peso que se sentía mayor del habitual. Peso sobre el alma. Peso sobre la vida en general.

Mi amigo, por entonces el inquilino, me advirtió del asunto sólo cuando me encontraba ante la casa. Estaba en medio de un terreno de higueras y cultivos no especialmente atendidos que cuando se iban las luces vigilaban pájaros nocturnos. “Bienvenido. Cuidado, no pises ahí. Mira, de esta viga de la entrada se ahorcó la anterior inquilina”. Había perdido cierta fortuna, iban a desahuciarla. Algún mes después del suceso, mi amigo entró allí a vivir. A partir de entonces, desde los caminos los paseantes creían ver movimiento en la casa, aunque no sabían decir qué movimiento exactamente. Les parecía que mi amigo siempre había llegado de viaje, cuando en realidad pasaba la mayor parte del año a muchos miles de kilómetros de distancia. “¿Cómo que acabas de llegar? Yo estaba seguro de que no te habías ido”.

Se producían algunas molestias. Pequeñas, algunas incluso ridículas. El edificio, que era uno de esos cubos de ladrillo edificados sin arquitecto y carentes de cualquier característica notable, se encerraba a sí mismo por dentro, con las cancelas echadas, sin nadie material en su interior. Una mañana aparecieron cuatro lechuzas muertas colocadas en perfecta hilera en la terraza. Algo encontraba especial predilección por jugar a colocar sistemáticamente el peine de mi amigo en un lugar herrumbroso e inalcanzable, desde donde lo debía bajar a diario con una escalera. Todo cosas lo bastante veniales como para admitir la permanencia discontinua en esa casa de mi poco impresionable amigo, dado el bajísimo precio de arriendo. Incluso si tenemos en cuenta una noche concreta en que todas las puertas parecieron empezar a hablar (me telefoneó de madrugada para contarme en directo su desconcierto) y una diminuta perra de mi amigo murió de la impresión.

Debo decir que, durante mis estancias en la casa, no me sentí muy alarmado. La última noche que pasé allí llevé conmigo a una mujer. Tenía ciertas sensibilidades paranormales que llevaba por condena, y que yo desconocía. Mi amigo, el inquilino, hizo de buen anfitrión y mostró todas las dependencias. Al llegar a la terraza, la mujer dijo que se ahogaba y que no podía permanecer un minuto allí arriba. “La anterior inquilina no se ahorcó en la entrada de la casa. Lo hizo ahí”. Señaló a un altillo utilizado para colgar jamones en ganchos. La habitación que compartíamos caía justamente bajo ese altillo. La mujer veló toda la noche. Yo, que padeciendo de sueño o hambre no reparo en fantasmas, sólo desperté un momento de madrugada por un ruido seco que chocó contra el techo, sin más incidentes.

“Hay algo muy triste aquí, pero no agresivo”, manifestó aquella mujer, que dejó de frecuentarme. Días después, mi amigo el inquilino, preguntando a los lugareños, confirmó el lugar preciso de la tragedia. “Fue donde dijo ella. Yo estaba equivocado”. Sobre todo con los cambios de estación, las manifestaciones y extraños juegos de la casa consigo misma continuaron. Un día, de pronto, nada. Y al siguiente, nada de nada.

Los fenómenos extraños cesan no porque se solucione lo que quedó pendiente en vida de los que se fueron, como creen los románticos. Simplemente, lo que fuera que hubiese en la casa se va diluyendo, como se pierde el viejo perfume de los aparadores cerrados. Pasa a estar fuera de los cortos sentidos humanos. Ya no es advertido más que por esos animales domésticos que tiemblan de miedo ante la trayectoria voladora de una mota de lo que parece polvo dentro del último resquicio de luz.

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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