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Sé lo que hiciste en Halloween

Los adolescentes, algunos de treinta y tantos años (los treinta son los nuevos trece), se han disfrazado de espantos en Halloween no para dar miedo a los transeúntes. Es para olvidar el que tienen. Morir para los viejos es siempre incomprensible: para los jóvenes es inconcebible. Pero, por todo lo que han visto en las redes sociales, los adolescentes empiezan a sospechar que es posible que no sean inmortales. Teóricamente están anestesiados y curados ante lo terrible de la vida, ya que pueden contemplar cualquier horripilancia a través de internet. Pero en realidad, sobreprotegidos, carentes de una cruda enseñanza metafísica, ¡resulta tan fácil asustarlos contándoles la verdad!

Vengo de un tiempo en que no era infrecuente que murieran en circunstancias trágicas jóvenes compañeros de pupitre del colegio por su mala cabeza, o huyendo en coches robados. En general, la gente insistía en morirse con mayor frecuencia que ahora. Aquella España quinqui que llegaba a las puertas de la burguesía. En el fondo, los compañeros que continuábamos vivos despreciábamos que aquellos chicos hubiesen fallecido. Aquellos muertos prematuros, por delincuentes, habían perdido la inmortalidad en la que nos sentíamos todos los adolescentes.

La misma inmortalidad en la que creen vivir los jóvenes de hoy. Es cosa de la edad. Pero por su acceso a todas las imágenes truculentas del mundo, algo les dice a esos jóvenes que al final morirán todos. A pesar de que la sociedad enferma de optimismo les mantiene alejados de toda idea incómoda. Los jóvenes quieren ahuyentar con su fiesta de Halloween algo inesquivable que notan cómo les sigue los pasos. Al igual que hacen las tribus africanas que creen que la escandalera alejará las enfermedades enviadas por los brujos enemigos (en ciertas sociedades tradicionales la muerte no es natural sino consecuencia de una maldición). Los jóvenes, en los días de difuntos, se visten como ellos porque no quieren pensar en los auténticos.

Se rodean de ruido ensordecedor porque, entre esa especie de suave zumbido de abejas que es el silencio absoluto, temen oir cómo cae despeñado su último minuto.

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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