Los presentimientos son “ondas” de lo que está ocurriendo en otra parte (o en el futuro) que cruzan la atmósfera, de una manera aún inexplicada. Casi siempre estamos, por decirlo así, “sin cobertura” y no percibimos esas ondas. Una persona puede tener un día la extraña premonición de que a un ser querido le sucederá algún acontecimiento trágico. Pero suele ocurrir que esa misma persona no sienta ningún aviso de su propia inminente tragedia. Que no le lleguen las ondas. Porque tener un presentimiento depende del azar.
Miremos esos retratos de gente, muy abundantes en la historia de la fotografía, que se han tomado pocos instantes antes de que algo inesperado y terrible les suceda. Me obsesiona descubrir en ellas algo que no encuentro casi nunca. Normalmente, en esas imágenes nada delata que nadie tenga una intuición de lo que va a ocurrir. No hay vaga inquietud en los rostros. Sus ojos no contemplan lo que espera tras la colina… Por ejemplo, la noche londinense en que murió el batería del grupo de rock The Who, Keith Moon. Tras ver un estreno de cine, había cenado con el “beatle” Paul McCartney. Las fotos de esa velada anuncian que será una alegre noche más. Todas son la penúltima, excepto que aquella era la última. Pero no hay ni una sombra anticipatoria en esas fotos. Raramente la hay.
Sólo pocas veces alguien es capaz de pronosticar de un modo inexplicable su desaparición. Incluso acierta en la fecha precisa, a veces con antelación de años. En tales ocasiones esas personas sienten peso en el alma, un “aviso” de que algo sucederá. Pero en otras muchas ocasiones no se nota nada en absoluto. Ni siquiera el ser más perceptivo lo hace. Las ondas que nos “avisan” del destino son entrecortadas y sólo por casualidad nos alcanzan. Como cuando, en medio de un campo incomunicado, nos colocamos en alguna elevación donde se recibe, malamente, una brizna de señal telefónica.
A mi abuela materna se le aparecían, en sueños, aquellos seres queridos que iban a morir de forma inminente, llamándola por su nombre con impaciencia. La noche en que ella misma se fue se sintió un poco indispuesta tras ver un concurso en la tele y cenar una pescadilla hervida. Comunicó que nadie molestara al médico, pues dijo saber que era el último concurso que había visto en su vida y la última pescadilla hervida que había cenado. Dictó dos o tres recomendaciones a pie de estribo y su cabeza cayó a un lado. Sin más. Las ondas de lo que iba a ocurrir le habían llegado. Si la hubiese fotografiado durante su cena, en sus ojos se habría reflejado que ella veía perfectamente lo que esperaba tras la colina… Sucede pocas veces.
El telón suele caer sin que ese día sintamos ninguna corazonada. Si algo nos trata de “alertar” para que pongamos nuestros asuntos en orden, lo hace de forma demasiado débil. Como los gritos ininteligibles desde la cima de una montaña alejada mientras sopla un ventarrón del norte…