De joven leí los relatos de paisajes naturales inquietantes de Algernon Blackwood, que tenía, él mismo, rostro de nudo de árbol seco. Blackwood fue granjero en Canadá y minero en Alaska, y luego escritor. Perteneció a la Orden de la Aurora Dorada. También eran miembros de esa secta ocultista H.G. Wells, el de “La Guerra de los Mundos”, o Bram Stoker, el de “Drácula”. Tras sus libros no pude ver la naturaleza de igual forma que antes. Me empezó a parecer extrañamente animada. No maligna. Sí vigilante.
No se me quitaba de la cabeza que, en cualquier lugar aparentemente deshabitado, algo que cuchicheaba información me precedía. Llámenme sugestionable, pero, en mi vida adulta, no he dejado de sospechar que los pájaros carpinteros repican códigos, y la madera se rompe repentinamente en algunos bosques centenarios como un lenguaje. Esos pensamientos no han hecho que me horrorice la naturaleza como a aquellos poetas urbanitas, a partir de Baudelaire. Decía Baudelaire que la naturaleza es indiferencia inerte en contraposición a la bondad, que es una obra artificial del hombre. ¿Inerte? La naturaleza no es inerte. En ciertos lugares siento abombarse la línea del paisaje, como una inmensa respiración.
Los parajes sobrecogedores tienen tal fascinación sobre mí que me mantengo alejado de ellos, como me alejo de cualquier forma de extrema belleza: porque luego dolerá su ausencia. Vivo, por necesidad, en un sobradillo destartalado en una urbe mugrienta que desprecio, pero en la que me confino para tratar de olvidar todo. La naturaleza me llama y desoigo esa llamada, pasivo como el lobo en el zoo.
Fue Blackwood uno de las cabezas más estremecedoras, por dentro y por fuera, de su tiempo. Su originalidad fue huir de los fantasmas típicos de un ambiente ordenado para situar el miedo en una naturaleza sin intervención humana. En los espacios abiertos y cumbres donde Nietzsche, con sus frases limpiamente cortadas por un diamante, se sentía un superhombre. Por el contrario, el arrugado Blackwood dejaba ver la insignificancia humana en medio de llanuras gélidas o bosques azules de tan negros. En sus relatos se escucha la corteza terrestre como un único ser, con una inteligencia menor que la de un hombre pero mayor que la de una piedra.
En la vida real, en ciertos lugares intrincados y como ocurre en los libros de Blackwood, sentimos que las zarzas se enzarzan, los árboles se adelantan en lentas oleadas como en “Macbeth” de Shakespeare, el mar llega lamiendo hasta otros planetas, el agua suena donde no está y se burla desde donde está. La Edad Media llamó a esto “anima mundi”. El alma colectiva de todo lo creado, que siempre se hace presente cuando nos encontramos en medio de la vastedad. Un “anima mundi” que juega con la persona que se aventura de forma tierna, a veces, como hacen los grandes felinos con zarpa suave antes de cerrar las fauces en la nuca.
La naturaleza salvaje es una fuerza inimaginable que acaricia con curiosidad a esos seres diminutos, nosotros. Quien haya estado en lugares suficientemente alejados de todo sabe que allí el sentido espacial se altera. Las distancias en orografías muy apartadas siempre son un concepto relativo, sometido a fluctuaciones inexplicables para los sentidos. Lo que parece cerca está especialmente lejos. Nunca hay que elegir el camino que parece más fácil porque será el inabordable.
Y, sobre todo, ese pensamiento que te asalta cuando estás en medio de ninguna parte, y venido de no se sabe donde, de sentarte sobre una roca simplemente a esperar. Pero a esperar para siempre. La grandiosidad invita a suspender cualquier movimiento. Sobre todo cuando la noche está cerca y el frío trepa como una hiedra. Es así como ha desaparecido mucha gente.