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Reloj de cuco

De niño rompí un reloj de cuco suizo del siglo XIX que adornaba el oscuro recibidor de la residencia de verano de mis abuelos. Era de madera tallada a mano en forma de árbol; le colgaban dos pesadas piñas de unas largas cadenas. Me intrigaba que aquel pájaro pintado que batía sus alas de mecanismo insistiera en marcar el tiempo con exactitud matemática, cuando salía del reloj por una portezuela. No lo entendía porque en la infancia el tiempo (como yo lo vivía entonces) no era algo que pudiese marcar unas ruedecillas dentadas, sino algo difuso, elástico, que se ampliaba y estiraba dependiendo del momento.

Por ejemplo, durante una mañana dedicada a desentrañar por qué las cochinillas o “bichos de bola” podían enroscarse en forma de pelotitas rodantes el tiempo se detenía porque yo así lo deseaba. Sólo empezaba a correr otra vez cuando había resuelto el misterio. No entendía a aquel cuco del reloj, midiendo un tiempo que no podía ser medido.

Una mañana, queriendo ver el funcionamiento de cerca, destripé el reloj y el pajarito, a quien di libertad, no volvió a marcar con precisión las horas. Siempre me he acordado de aquel cuco. Desde entonces raramente he poseído ningún reloj, ni del pulsera. Porque nunca habría podido ser tan bonito como aquel que arruiné en mi infancia. Sólo cuando he escuchado algún “cu-cu” en ciertos bosques he tenido la sensación de que el tiempo de aquel desaparecido reloj suizo se reanudaba por un momento…

Sin embargo, sigo creyendo que aquella percepción que tenía del tiempo cuando niño era la verdadera. El paso del tiempo no es algo preciso, sino que viene a oleadas, más concentrado o más diluido, y se nos echa encima y nos oxida no de forma predecible y lineal sino irregular. En la vida, nunca sesenta minutos duran lo mismo. Los hombres pasamos a través del tiempo también en oleadas de espesor variable. Hay gente que, por motivos inexplicados, rejuvenece de pronto veinte años después de pasar por una prematura vejez.

Sin embargo, la situación más inquietante es lo que ocurre hoy con la dilatación de la juventud gracias a los nuevos hábitos higiénicos y los adelantos médicos. La juventud dura hoy demasiado, algo no natural. Esto lo que ha motivado es que la gente inicie su vejez al día siguiente de perder la juventud, sin pasar por la madurez. Debido a la modificación del clima, en muchas partes del mundo el otoño, esa estación intermedia, ha desaparecido. Debido a la modificación del tiempo sobre la vida de los hombres, la madurez, esa estación intermedia, ha desaparecido también. Del verano se pasa directamente al invierno como de la juventud a la vejez. De un minuto para otro.

Ha ocurrido algo sorprendente: un estrechamiento del tiempo de madurez a cambio de un ensanchamiento del tiempo correspondiente a la adolescencia y juventud. Esto es observable a simple vista en culturas que se aferran a una juventud eterna, como la norteamericana. Es muy común tener un aire físicamente adolescente hasta más allá de los cincuenta. Y que a esa adolescencia eterna le suceda, tras una mala noche, una vejez de golpe. A eso en Argentina lo llaman “caer un viejazo”. En España, “dar un capuzón”. El tiempo largamente acumulado, como el exceso de nieve en el tejado, se desploma de repente.

A cierta edad, cuando se ha estirado la juventud hasta mucho más allá de lo aconsejable, una sola mala noche vale por muchos años. Hoy una persona se acuesta con aire aún juvenil y mañana se despierta arrastrando los pies. Sucede de golpe.

Es como si durante la oscuridad, mientras todos dormían, el tiempo hubiese contado a toda velocidad, volviéndose locas las manecillas. De seguir funcionando hoy, aquel cuco autómata del reloj de mis abuelos, espantado porque el tiempo en su casa de madera actuara de esta forma extraña y no siguiendo un orden matemático, habría abierto su portezuela y salido volando torpe por la ventana.

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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