Las únicas personas felices en la cultura occidental son los que tienen fe en la existencia de otra vida mejor. Desde que se declaró la muerte de Dios, no se ha inventado en el Occidente materialista un sustitutivo para aquella felicidad que daba la fe. Nada que haya funcionado para rellenar el hueco que causó en tanta gente la descreencia. No ha funcionado el buen rollo de la sociedad de consumo. El optimismo no ha hecho a la gente feliz; más bien al contrario. Hay un catecismo de frases de autoayuda decoradas con florecillas para que la gente las interiorice, bajo la vigilancia de la policía del optimismo. Una pobre gente que ya no cree en nada serio está obligada a repetir pensamientos para bebés, con bonito fondo de atardeceres y música ambiental de “manténgase a la espera”.
Hay una enorme represión ambiental hacia los que no quieren parecer felices. La policía del optimismo, que cuenta con una inmensa red de informantes, resulta extremadamente efectiva. Yo he perdido amistades por tener, en “whattsap”, un fondo negro en lugar de mi foto enseñando dientes. Se considera que tengo una arrolladora antipatía y se me trata como una enfermedad contagiosa.
La felicidad auténtica no es lo que dice el optimismo, “los ratos felices”. La felicidad no existía a ratos. Era algo interior, y permanente. Era la esperanza que se esperaba para después de la desaparición terrenal. La gente era feliz porque creía que se dirigía a ese estadio de felicidad a pesar de su abrumadora fatalidad terrenal. Se dirigía a la contemplación de la Divina Faz.
Sin embargo, desde hace un par de siglos, se ha tratado de sustituir la felicidad que proporcionaba llegar a Dios por la fe en la mejora de la sociedad. La satisfacción espiritual que se supone debía de proporcionar, por ejemplo, que hubiese cada vez mayor número de insectos catalogados por los entomólogos. No ha existido siglo que hiciera más por la infelicidad de la gente como el XIX, un siglo que presumía de haberlo librado de la superstición. En realidad, libró a la gente de encontrar un sentido a su vida. Hubo serios intentos, que llegan hasta hoy, de crear varias religiones materialistas para consuelo de gentes sencillas. Comunismo, consumismo, el optimismo del que se mofaba Voltaire…
El optimismo está promocionado actualmente por poderes públicos y privados para evitar que el hombre repare en su terrorífica insignificancia y no consuma. El hombre, desafiante frente al Universo en aquel siglo en que cada descubrimiento era un clavo en el ataúd de Dios, en realidad está acojonado desde entonces por su ausencia. Hoy rellena esa falta con mensajes de “coaching” motivacional y pulgares hacia arriba en Facebook.
Todo eso se desmoronará porque se sustenta en la nada. Tal vez la fe en la salvación eterna nunca vuelva a ser lo que fue. Pero caerá la secta destructiva del optimismo cuando la gente, incluso la más primaria, caiga en la cuenta de lo que decía Churchill: “no se puede engañar a todos, todo el tiempo”. Entonces los pesimistas, como los moralistas franceses del siglo XVIII -aquellos hombres metidos en torreones que llevaban en los bolsillos del abrigo mensajes de un Dios silencioso escritos en papelitos, como quien lleva el “ticket” del chino veinticuatro horas-, volverán a señalar el camino.
La gente será más feliz en el pesimismo, porque se sentirá más verdadera.