Lo más difícil para una película histórica es captar el fantasma que recorre cada época determinada, siempre vaporoso e imposible de describir. Para que una película histórica esté conseguida debe tratar de encerrar en imágenes una atmósfera de la que hace mucho no queda rastro. O casi: un ambiente evocador que sólo se encuentra en cajones cerrados de armarios abandonados hace siglos, o en botellas hundidas en el fondo del mar hace cientos de años que sin embargo encierran aún un vino que puede beberse. Un escritor francés, Georges Duhamel, decía “¿recuerdas el olor al siglo XIX?”. Quién sabe dónde parará ese olor concreto.
Que una película consiga esto es improbable. Sin embargo, alguna vez se ha conseguido. En “Barry Lyndon”, de Kubrick, por ejemplo. O en la que se estrenará en España dentro de unos días “The VVitch” (escrita así, con dos “uves”), “La bruja”, subtitulada “un cuento popular de Nueva Inglaterra”. En mi opinión, y con sus insuficiencias, es la mejor película de elementos sobrenaturales en lo que ha transcurrido del siglo XXI.
“La bruja”, del tiempo en que los peregrinos anglosajones llegaron a América, está hablada en inglés común de hace cuatro siglos. Juega con cierta ventaja porque sabemos hoy cómo se expresaba exactamente aquella gente en su vida real (no en la literatura). Se ha conservado ese lenguaje oral como si hubiese estado sumergido en ámbar: en los libros de los tribunales sobre casos de brujería del mil seiscientos.
El habla de esa época quedó transcrita por los funcionarios judiciales de entonces con una precisión maníaca, producto de un amor calvinista al trabajo. Todo está ahí. Cómo se expresaba objetivamente el pueblo llano. Probablemente el pueblo llano era similar en todo Occidente. La altura poética que alcanzaba, inaudita hoy. Cuando el pueblo era iletrado, su letra alcanzaba sutilezas con las que ni sueñan hoy los doctores universitarios. En según qué cosas no hemos ido a mejor. Para describir una mañana triste en “La Bruja”, un paterfamilias le habla así a un hijo menor de edad: “Es difícil despertar en un día gris: el Diablo sostiene los párpados”.
El guión está hecho con conversaciones verdaderas del mil seiscientos. El director de “La Bruja” ha dejado simplemente hablar a la época, con su lenguaje y sus motivaciones, sin aplicar una falsa interpretación moderna. Nunca ese crimen institucionalizado que fueron los procesos por brujería hizo tanto por la conservación de la cultura oral. En “La Bruja”, lo que provoca realmente miedo es la rara poesía que emana de aquellas bocas aterrorizadas por la vida. El Dios de los puritanos podía no querer la salvación de una persona, aunque fuera la más buena del mundo. Una idea que, tres siglos más tarde, sublevaba al escritor Chesterton, quien se convirtió al perdón del catolicismo, simbolizado en el sacramento de la confesión.
El pensamiento torturante de estar dirigiéndose hacia el Infierno mientras se llevaba una vida de escrupulosa bondad. Los actos humanos no contaban para la Autoridad trascendente. Eso provocaba psicosis colectiva en los puritanos. Interpretaban los signos favorables o desfavorables de la vida como mensajes mudos dejados ahí por un Dios que, según creían, anticipaba sus designios. La forma extraña de las nubes, un cielo rojo en la noche, un conejo que no se deja cazar y actúa como sospechoso gato, como en la película… La superstición crecía en cada detalle coditiano.
Viendo “La Bruja”, a la dudosa luz de aquellas humildes velas de sebo apestoso, escuchando esa música que suena como arcos de violín arañando la superficie de una pizarra, recordé un tratado sobre pactos con el Diablo de Jean Bodin -Juan Bodino en España-, el intelectual con más influencia entre los jueces de la vieja Europa. Bodin decía que, si habían dudas sobre la existencia de estos tratos, los inculpados debía ser siempre condenados, porque las pruebas en estos casos solían ser pocas y oscuras. Demasiado pocas y oscuras como para que los hombres justos se entretuvieran en reunirlas.