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La última vez

Un prestigioso oculista me dijo una vez que, como el hombre moderno ya no necesita mirar a lo lejos porque todo lo que ve en su vida urbanita está en primer plano, los ojos, aunque aún sean capaces de proyectarse a distancia, ya no son capaces de interpretar los grandes espacios abiertos. Pero el hombre moderno, antes de perder la capacidad de mirar lejos ya había perdido (por los excesos del racionalismo a partir del siglo XVIII) la capacidad de ver en el aire que tiene cerca algo más que su aparente transparencia. Ciertos animales domésticos siguen conservando esa especial sensibilidad. Perros o gatos ven continuamente signos o sombras inmateriales a nuestro alrededor, a los que temen, con los que tiemblan, mientras nosotros permanecemos ajenos.

En cierta ocasión, una perra que me adoraba supo sin lugar a dudas que era la última vez que nos veríamos en nuestras vidas. ¿Qué persona sabe que una vez cualquiera es su última vez? Por supuesto yo, que me considero intuitivo bastante por encima de lo normal, no advertí nada. Desde que me levanté esa mañana la perra, feroz con casi todo el resto del mundo, se paraba frente a mí y me miraba interminablemente a los ojos, quieta como el mármol. Como memorizándome antes de emprender un interminable viaje. Nunca había hecho eso; luego, quejumbrosa, se retiraba unos pasos y desde su nueva posición el animal seguía grabando mi imagen y mi voz. Pregunté, retóricamente, qué ocurría. Estaba sana. No era nada. Simplemente, era la última vez que nos íbamos a ver y algo en el espesor del aire -que yo fui incapaz de captar- se lo revelaba, como el “zumbido de abejas” indica que habrá tormenta eléctrica. La perra tenía en su mirada, que bajaba como una inacabable escalera de caracol, una largura de incontables siglos.

Ha sido un asunto que he tratado de investigar, dentro de mis posibilidades, contemplando cientos de fotografías hechas a personas sanas durante sus últimas horas. ¿Intuían esas personas que iba a caer el telón? A juzgar por lo despreocupado de su actitud, en absoluto. No sabemos casi nunca qué vez es la última vez. Al escritor Campmany, a quien traté un poco, lo notaron extrañamente cabreado durante su último acto público: “el enfado que da el trance”, alguien escribió después en una necrológica. Pero Campmany murió poco después de un infarto inesperado y sus últimas palabras no fueron precisamente de enfado, ni de “cabreada preparación al trance”: “dígale a la señora que quiero cenar”. Mi abuela, siendo adolescente, oyó un amanecer cómo repicaban a difunto las campanas de la iglesia de su pueblo… estando ella en otro lejano pueblo. “¿Ha muerto mi madre?”, preguntó. “¿Quién te lo ha dicho? Así es”. Pero eso no es lo habitual. Normalmente nadie es capaz de intuir una tragedia, aunque sea la suya. La actitud incauta de la gente que no sabe lo que va a pasar continúa hasta el último momento, sin ver (como tal vez vería tembloroso un perro o un gato) que se espesa la atmósfera alrededor. Hasta que, sin esperarlo, sin más, llega “el trance”.

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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