De la vida de cualquiera queda, después de morir, siempre asombrosamente poco, como si sólo hubiese vivido durante cinco minutos. Al principio, no parece que quede tan poco. Notamos una sensación intensa del aire que ha respirado. Los sitios donde solía permanecer huelen casi asfixiantemente al que ya no está. Cierta vez leí que el hijo de un genio del deporte británico que murió a los veintipocos años hizo, varios decenios después, una biografía de su padre, del que apenas tenía recuerdo. Tras entrevistar a mucha gente y buscar por todos lados algo que le devolviera en parte a la persona, lo único que logró atrapar el biógrafo, según confesó, fue el olor al masaje para después del afeitado “Old spice” que utilizaba su padre. Todo un libro para encontrar, apenas, un antiguo aroma metido en la memoria de niño…
Al principio no hay una ausencia del difunto. La ausencia de alguien es eso que se nota mucho más tarde que su desaparición, como si la ausencia viniese en otro tren desde una ciudad más lejana. Porque en los primeros meses todo está impregnado del resplandor del que se ha ido. Eso desaparece pronto. Luego apenas nos quedan unos objetos que les pertenecieron. Cosas escasas. Es sorprendente lo poco que queda de alguien una vez regalada la ropa buena a los parientes y tirado lo considerado inservible. Creemos que esos objetos siempre tendrán la huella de los que fueron sus dueños. Que servirán de recordatorio eterno, incluso en generaciones venideras que no los habrán conocido. No es así.
Lo sorprendente de la existencia material es que ni siquiera los objetos recordarán siempre a quien los tenía en tanta estima. Que eso se disipará también, hasta volver a ser cosas anónimas que no quieren decirnos nada de aquella persona. Los propios objetos inertes no son en realidad inertes, se transforman. Llegan a parecer una mala copia de lo que fueron, como una corteza cada vez más reseca y translúcida.
Pasado más tiempo aún, ni siquiera eso. Yo me eché una vez una siesta en un sofá donde el presidente norteamericano John F. Kennedy había cerrado un decisivo acuerdo en 1963, año de su magnicidio. Nada recordaba ninguna grandeza. No era más que un saco de muelles chirriantes. O esas casas de personas ilustres donde la política turística ha querido mantener intacta, por mitomanía, la habitación en que esos ilustres pasaban casi todo su tiempo trabajando. La voluntad de preservarlo todo es enternecedora: encontramos pelotas de papel por el suelo, las últimas que no lograron ser encestadas en la papelera; hasta la roña está en la exacta posición en que quedó en vida del personaje. Alguien limpia esa estancia cuidadosísimamente con un plumero de marabú, para no alterar nada. Pero no hay nada que hacer.
Porque esa habitación no recuerda a la que era con la persona que la vivió. Comparamos esa estancia en imágenes antiguas y advertimos que el tiempo, por alguna extraña razón, ha cambiado toda la apariencia, siendo en teoría exactamente el mismo lugar. Pasados suficientes años, lo conservado exactamente igual ya no se parece en absoluto.