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Joaquín García Cruz

Menuda política

¿Es posible una segunda transición?

Parece difícil un viaje como aquél si el pueblo que siguió entusiasmado a sus políticos grita hoy ‘no-nos-re-pre-sen-tan’

Tengo al profesor José Antonio Lozano Teruel por un referente de la inteligencia en la Región, de espíritu crítico e independiente del poder político, pero incardinado en la burguesía ilustrada, muy lejos del 15M. Lo traigo a relucir porque se ha sumado al Foro de ‘La Verdad’ sobre la regeneración de la vida pública con una propuesta verdaderamente radical: «Al igual que, para finalizar el franquismo, las Cortes hubieron de hacerse el haraquiri, el sistema actual de partidos políticos debería repetir lo mismo y sustituirse por otro».

Parece conectar así Lozano con quienes, agobiados por una atmósfera irrespirable, postulan para España la urgencia de una segunda transición como única manera de higienizar el país. Politólogos, sociólogos y tertulianos abogan por esta proposición, cuyo objetivo sería repetir la ejemplar mudanza de la dictadura a la democracia, esta vez para cambiar un sistema que ha sucumbido ya a la carcoma por otro que traiga más transparencia. Yo me apunto a la propuesta, pero albergo dudas sobre la viabilidad de esta segunda transición. Dudas sustanciales. ¿Alguien puede imaginar a los corruptos transformándose en honrados de la noche a la mañana, a los partidos impulsando listas abiertas, a los gobiernos dejándose entreverar por la ciudadanía en sus decisiones, a los candidatos comprometiéndose a purgar el olvido de sus promesas, a los gobernantes desistir de sus privilegios, o dimitir siquiera ante una tacha en su gestión? ¿Se figuran a un expresidente decir en público de su adversario, como hizo Leopoldo Calvo Sotelo, «echo de menos todos los días a Felipe González»?

La transición salió bien porque sus protagonistas mostraron una altura de miras que hoy no se da en la clase política. Derrocharon generosidad, renunciaron a las ideologías por las que habían luchado, ellos y los suyos, en ocasiones pagando un precio de cárcel, exilio y muerte. Santiago Carrillo apostató del comunismo; Felipe González, del socialismo; Adolfo Suárez, del falangismo; Manuel Fraga, del franquismo; el republicanismo, de la República… Su sacrificio hizo posible la fiesta colectiva de 1978. Pero ¿cómo columbrar hoy la esperanza en un tránsito feliz como aquel si quienes deberían pilotarlo disienten hasta en la identidad de España? ¿Cómo emprender un viaje similar, si el pueblo que siguió entusiasmado a sus dirigentes en aquella primera mudanza, haciéndola posible, grita hoy ‘no-nos-re-pre-sen-tan’?

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