Qué le vamos a hacer, me gusta la política. Soy un bicho raro. Le pasa lo mismo a un amigo que ejerce de funcionario vocacional decimonónico: cuando estamos de fiesta, hablando de lo que hablan los amigos a esas horas, salta él y suelta que su jefe «se propone citar a la oposición para concertar un pacto en materia educativa»; como suena, y además con rostro circunspecto y un gin-tonic en la mano. Le perdonamos la vida porque luego es capaz de redimirse contándonos los chistes más divertidos, generalmente acerca de políticos. ¿Cómo no me va a gustar la política, cuando veo a un diputado socialista por Madrid jactarse en una reunión de su partido, «ahora que nadie me está grabando», de intervenir en las tertulias de la tele sobre los ERE de Andalucía teledirigido por Griñán a través del whatsapp? Por ahí anda el vídeo, que no tiene desperdicio.
Esta afición a la política (que suelo achacar a la deformación profesional, y así me convenzo de que no soy un perro verde) me llevó ayer y anteayer a tragarme entero el Debate sobre el Estado de la Región, que además -lo confieso- tuiteé. Mañana y tarde, comiendo de prisa, descuidando otras cosas, y soportando encima andanadas epistolares y telefónicas de algunos diputados y de militantes cabreados (¡conmigo!).
¿Cómo no me va a gustar la política, después de observar la genuflexión que consejeros y parlamentarios regalaron a Valcárcel al más puro estilo de una geisha, escuchar a la jefa de la oposición llamar ‘administrador de fincas’ al presidente de la Comunidad Autónoma, a éste decir que el capitán del Costa Concordia era «un hombre licencioso que se entregaba a la lujuria», y al portavoz del PP vindicar desde la tribuna que «los políticos somos ciudadanos normales»?
Me gustan estos debates. Tienen un punto en común con las películas de ciencia ficción y sus personajes de otras galaxias, tan graciosos y tan diferentes.