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Joaquín García Cruz

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Lecciones que nos da la historia

Una sociedad unida y políticos influyentes hicieron posible la Universidad de Murcia

 

Las conmemoraciones del centenario de la Universidad de Murcia y de los 110 años de ‘La Verdad’ nos regalan estos días lecturas para reflexionar, al tiempo que propician una buena ocasión de hallar estímulos identitarios en el espejo de nuestra historia. Los textos publicados por Javier Guillamón, José A. Lozano Teruel, César Oliva y Pedro Soler describen el entusiasmo -impensable hoy- que desde 1913 arropó el empeño de la ciudad por dotarse de una institución de enseñanza superior, finalmente abierta en 1915, y ponen de manifiesto que Murcia tuvo en Madrid embajadores influyentes como el ministro Juan de la Cierva, por más que se le considerara un cacique. Esas mismas crónicas invitan también a preguntarse por qué la política actual se ve desprovista de aquellas dos cualidades tan productivas: grandes empresas comunes por las que luchar haciendo equipo sin vitolas ideológicas, y gobernantes poderosos capaces de partirse el pecho -sin temor al desgaste personal-, para convertir en obras tangibles los anhelos de su tierra.
La evocación de César Oliva ilustra magníficamente la ilusión social que devino en la consecución de la Universidad: «Como si de un clarinazo se tratara, todos, liberales como Jara Carrillo y conservadores como Juan de la Cierva, intelectuales y políticos, encabezados por el alcalde Laureano Albaladejo, funcionarios y asalariados, todos, hicieron piña en torno a la idea de que Murcia tuviera una universidad». Y cuenta que, un año después, a la vuelta de las fructíferas gestiones realizadas por un grupo de prohombres en Madrid, «nuestros representantes fueron recibidos en la estación del Carmen como héroes, y pronto se formó un cortejo hasta el centro de la ciudad con música, cohetería y toda clase de añadidos».
El agua, el aeropuerto, el AVE, el Corredor Mediterráneo, una financiación autonómica más justa, un reparto menos arbitrario de los Presupuestos del Estado. Bastaría quizá que éstas y alguna otra reivindicación merecieran el consenso general de las fuerzas políticas, por encima de sus objetivos partidistas, para que todos los responsables públicos sirvieran con más provecho al interés colectivo de la Región. Nada impediría que en casa mantuvieran una legítima disputa en defensa de sus conquistas electorales, si al llegar a La Roda, además de comprar miguelitos y estirar las piernas, se subieran al mismo tren gobernantes y opositores, conservadores y progresistas, y se plantaran de la mano de un líder carismático en los despachos de Madrid para pelear unidos por los asuntos vitales que nos incumben, como supo hacer aquella Murcia provinciana de hace un siglo.

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