Cuando yo era niño, había que atravesar el corazón de Bullas, por dentro de su calle mayor y algunas de sus callejuelas, para seguir viaje a Cehegín y Caravaca. Era un recorrido desesperante, que aliviábamos con un juego de incomprensiones mutuas: los transeúntes no entendíamos por qué los bullenses, habitualmente embutidos en ropas gruesas con las que se protegían de la gelidez del Noroeste, andaban por la calzada, sin apartarse al paso de los coches, y los bullenses se preguntaban por qué razón no tendrían ellos derecho a caminar tranquilamente por su pueblo un sábado por la tarde. De esta forma callada y singular reclamaban una variante que alejara el tráfico de sus hijos y sus mayores. Temían que se produjera una desgracia a las puertas de sus casas. Mucho tiempo después, y con la población a salvo ya de atropellos, aquel recuerdo se me entremezcla estos días con las imágenes espantosas del accidente en la Venta del Olivo, otro lugar que siempre fue, como Bullas era entonces, de parada y fonda en los años legendarios de carretera y manta. Me sobrecoge la estampa de los cadáveres apilados en un barranco, la mano de una mujer muerta a la que su esposo malherido se aferra en la cuneta -como si no la dejara irse-, el autobús panza arriba, el ulular de ambulancias y chalecos reflectantes iluminando la noche alrededor de un terraplén, la historia de otra de las vecinas fallecidas en el autobús de los peregrinos, que durante su existencia había hecho de tripas corazón para sobrevivir a un hijo de cinco años muerto en su día -también- en un accidente de tráfico. Me estremezco con el testimonio del joven que perdió a su madre y no sabe cómo decírselo al padre, hospitalizado en La Arrixaca. Me emociona la calidez de los Reyes en el pabellón que acogió la capilla ardiente, y sus abrazos y caricias a los deudos, uno por uno. Me acuerdo de los terremotos de Lorca, en la esperanza de creer que también Bullas será capaz de sobreponerse alguna vez a su propia tragedia colectiva, e imagino que quizá los catorce muertos de la Venta del Olivo eran aquellos niños a los que sus padres trataban de proteger de una desgracia cuando desafiaban con sus caminatas por la calzada el paso de los coches a través del pueblo. Me pregunto cómo puede aguantar tanto dolor la naturaleza humana, frágil otras veces ante adversidades triviales, y supongo que no hay mayor consuelo que la fe en Dios para soportar el enterramiento de padres, hijos y abuelos que murieron impíamente, de golpe y porrazo, cuando regresaban de rezarle a una santa.