La decisión de borrar en las placas conmemorativas de Los Alcázares los nombres de políticos imputados es una tontería equiparable solo a la sandez de haberlos rotulado antes. La costumbre de marcar los edificios municipales con la identidad del gobernante de turno, en agradecimiento a la subvención que concedió o al gesto que tuvo de acercarse al pueblo para descorrer la cortinilla, debería erradicarse en aplicación del sentido común. Incluso los cargos públicos más longevos duran en la memoria una chispa de segundo, antes de volatilizarse para siempre, de forma que -salvo contadas excepciones- no merecen que se les recuerde eternamente. Por los ambulatorios y las escuelas que lucen sus apellidos pasan generaciones enteras que no saben quién era el susodicho, y además les importa un pimiento.