De poco servirán los planes para el Mar Menor, y campañas como la de ‘No seas marrano’, mientras no se aplique mano dura contra quienes dejan una tonelada diaria de basura en la orilla y confunden el váter con una papelera
En la Libia que yo visité, la basura no se recogía. El Libro Verde dictado por Gadafi para guiar a su pueblo juzgaba alienante obligar a limpiar los desperdicios de otros. Lo revolucionario en la Yamahiriya era la autogestión en todas las facetas de la vida -a fin de que no hubiera sirvientes y señores-, con el resultado imaginable de ciudades sucias donde los desechos se amontonaban en las calles, sin que los soldados de la Revolución acertaran a explicar en ningún momento cómo y dónde las basuras agotaban su ciclo.
Aquella Libia hedionda, aunque rica en oro y con una renta per cápita que ya hubiera querido para sí cualquier país europeo, distaba mucho de la sociedad vanguardista a la que el coronel Gadafi decía estar encaminando a su gente. Un país que no recoge su basura, o que no la trata adecuadamente, no puede ser un lugar confortable. La calidad de vida se mide por un conjunto de parámetros entre los que la gestión de los residuos figura en un puesto destacado. Las administraciones gastan cantidades ingentes de dinero en limpiar sus ciudades, pero no siempre lo consiguen, y en este punto del debate es donde se bifurcan opiniones difícilmente reconciliables. Tanto se critica al ayuntamiento de turno, por la suciedad viaria, como se mira a otro lado cuando alguien arroja desde el coche un paquete vacío de tabaco, abandona en la playa, conscientemente, un vidrio de cerveza o su perro bonito se caga en la acera. Está claro que las empresas concesionarias tienen por delante un margen de mejora en el servicio que prestan, es posible que convenga revisar las rutas de sus camiones, para optimizarlas, y no existe duda de que el ruido nocturno de sus máquinas resulta inaceptable y terminaría en el Tribunal de Estrasburgo si alguien reuniera la paciencia y el dinero necesarios para entablar un pleito en demanda del derecho a dormir. Pero, bizantinismos aparte, la realidad muestra datos desalentadores que apuntan en otra dirección. El nuevo equipo de vigilancia marítima integral del Mar Menor saca cada día mil kilos de basura del entorno terrestre de la laguna, en el que halla neumáticos, colchones, plásticos de invernadero y restos de barcos; asusta pensar dónde desembocaba tanta porquería años atrás, antes de que este servicio autonómico entrara en funcionamiento. Mucho me temo que en el Mar Menor. Sin embargo, no eran los políticos quienes impunemente la depositaban allí, por más que su gestión a lo largo de los años merezca toda suerte de críticas. Éramos nosotros, los mismos que ahora lloramos por el Mar Menor, quienes lo envenenábamos poco a poco, pícnic a pícnic, barco a barco, dando por supuesto que otros borrarían después nuestro rastro incívico. Un dato más: desde San Javier, la compañía encargada del abastecimiento del agua potable acaba de lanzar un SOS para que dejen de arrojarse por el váter las toallitas húmedas, que atascan a menudo la red del alcantarillado. La verdadera magnitud de esta aparente ñoñería viene dada por una cifra sonrojante: 2.800 toneladas de toallitas al año -1,8 kilos por habitante- caen por el sumidero de nuestras casas en la Región. Y otro hecho más, que ilustra el desprecio generalizado al bien común: el Ayuntamiento de Murcia, que ya en su día compró artilugios especiales para despegar chicles del suelo, y contrató a un equipo para borrar los grafitis de las paredes, y a otro para las cacas de perro, se ha visto ahora precisado a instaurar una ‘brigada cívica’ en busca de vecinos insolidarios que sacan la basura fuera de hora y de tiesto.
Aunque parecen traídas de la España en desarrollo de los años 60, tales noticias se han publicado esta misma semana. Aquí, en este periódico, porque forman parte de la actualidad de nuestra colectividad y conviven inevitablemente con informaciones de titulares más gruesos. Nos conciernen a todos. El Ayuntamiento murciano mantiene activa desde hace meses una campaña en la línea de contribuir a una ciudad menos sucia. ‘No seas marrano’ era su idea fuerza, que se ilustraba con el dibujo de la cara de un cochino que todavía nos mira, desafiante, desde una valla en la Ronda Oeste, sobre el estercolero en que se ha convertido el paseo que enlaza El Malecón con la mota del río Segura, a un kilómetro de La Glorieta. ‘No seas marrano’ hizo ruido en las redes sociales, y a muchos zahirió. A mí me pareció una campaña persuasiva, valiente, directa al hígado. Me gustó. Pero me apena que los recursos públicos deban desviarse a suplicarnos que no destrocemos nuestras ciudades. Los atentados de Niza y Normandía sensibilizaron tanto a Francia que el Gobierno de Hollande ha anunciado que los colegios impartirán una asignatura para aleccionar a sus niños contra el terrorismo. Quizá convendría recuperar por estos pagos el debate -previa despolitización- sobre la idoneidad de rescatar Educación para la Ciudadanía.
La OCU realiza cada cuatro años un estudio sobre la limpieza de las ciudades. Chequea la gestión municipal de los residuos sólidos, pregunta por el grado de satisfacción vecinal con la recogida de la basura, y concluye con un listado de las urbes más limpias, que suele encabezar Oviedo y que sistemáticamente deja a Murcia en lugares poco respetables. El informe nos recuerda lo mucho que hay por hacer para alcanzar, en este terreno, el estándar de calidad de vida que envidiamos de otros países. Podríamos empezar por plantearnos algunas preguntas. ¿Cuánto durará la regeneración del Mar Menor mientras sus riberas sigan infestadas de inmundicias? ¿Con qué autoridad protestarán ante una avería en el suministro del agua quienes confunden en su casa el inodoro con una papelera? ¿Cuántas de estas conductas insolidarias han sido castigadas por ayuntamientos y jueces con multas -de las que duelen al bolsillo- o con la imposición de trabajos al servicio de la comunidad? Las respuestas, en el cubo de la basura.