España es hoy un país extraño, que celebra su fiesta nacional con un Gobierno en funciones y una oposición sin líder, un país en el que los presidentes de Cataluña y País Vasco declinan la invitación del Rey a palacio y en el que se iza una bandera indígena en un edificio municipal de Madrid, un país donde el Ayuntamiento de Badalona rompe ostentosamente una orden judicial y abre sus puertas por negarse a participar de una efeméride cuyos imbéciles al mando confunden -500 años después- con la conmemoración de un genocidio. No estamos ante la España rota que Calvo Sotelo se temía, pese al empeño adanista de revisar la Historia, pero tampoco somos la España cuya identidad colectiva dijo ayer Sarkozy -precisamente ayer- que admira, en una declaración que tenía trampa porque se refería el francés a la siesta y a las ganas de vivir.