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Joaquín García Cruz

Menuda política

No, no es verdad

Tenemos miedo. Cómo no tenerlo. Perderíamos la condición humana, la que nos diferencia de las bestias yihadistas. Quién no atisbó la sombra de la muerte al ver el sembradío de cadáveres en Las Ramblas, aquella catarata de sangre

Bestia significa también animal, bárbaro, alimañana y cafre, acepciones todas que se quedan cortas, aunque pudiéramos agruparlas en una sola palabra, para llamar por su nombre a los terroristas que otra vez han desgarrado el corazón de España. Concebir atropellos masivos como el perpetrado el jueves en Barcelona y el que los Mossos d’Esquadra frustraron horas después en el paseo marítimo de Cambrils se hace difícil sin renegar de la condición humana. Plauto era seguramente incapaz de imaginar que nadie en sus cabales pudiera llevar a cabo atrocidades de tal magnitud cuando escribió para una comedia que el hombre es un lobo para el hombre (‘homo homini lupus’), una simple metáfora, un latinajo referido al egoísmo, a la necesidad de cultivar la convivencia en sociedad para corregir los desvaríos del individuo. No, ni siquiera realizando un esfuerzo de aprehensión filosófica del fanatismo cabe en cabeza humana figurarse a un chaval de 17 años, los que tenía Moussa Oukabir, fantasear durante meses con estampar una furgoneta contra miles de inocentes, planificar la salvajada al detalle y ejecutarla, en la creencia de que Alá y un puñado de vírgenes lo esperan en el Más Allá para darle un abrazo eterno. De ahí la dificultad de adjetivar las tropelías yihadistas -y a los propios yihadistas- sin recurrir a vocablos circunscritos a la zoología.

La matanza motorizada de Las Ramblas es la última de una secuencia que arrancó en Niza en 2004 y dejó después una estela sangrienta de muy parecida factura en Berlín, Londres, Estocolmo y París. «Francia está en guerra», declaró François Hollande tras los atentados de noviembre de 2015, que dejaron en París y Saint-Denis 137 muertos y 415 heridos. No exageraba Hollande. El mundo entero está inmerso en una guerra que unilateralmente ha declarado el Daesh, dispuesto a destruir, zarpazo a zarpazo, el modelo de vida occidental. El minuto de silencio que 100.000 personas guardaron anteayer en la plaza de Catalunya en repulsa a los terroristas y en homenaje a las víctimas de Las Ramblas dio paso al grito unánime de «¡No tinc por!» («¡No tengo miedo!»). Las emociones afloran al ver ese instante en televisión, y supongo cuánto más debió de conmover a quienes allí estaban. Pero no es verdad. Tenemos miedo. A quién no se le pasó por la imaginación, viendo el sembradío de cadáveres en Las Ramblas, el viaje reciente de un familiar a Barcelona, la eventualidad de que un amigo estuviera por allí, las últimas olivas con vinagre de cava en La Boquería, aquel concierto en el vecino Liceo. A quién no se le escapó un ‘hijosdelagranputa’ y quién no reflexionó para sus adentros acerca del castigo más justo. Quién no escarbó en el sentido de la vida y atisbó la sombra de la muerte, al removerle las entrañas semejante catarata de ambulancias, policías, estampida, un niño boca abajo, cinturones explosivos, chatarra, cuchillos, quioscos, ‘última hora’, ‘¿has visto lo de Barcelona?’, chicos llorando sobre la acera, ansiedad, hospitales, desconsuelo, atropellos, flores, quejidos, bandejas volando, sangre, mimos despintados, bombonas, personas ayudando a personas, hienas soltando dentelladas a lomos de una furgoneta asesina. Quién no se sintió frágil al saber, después, que el italiano de 35 años Bruno Gullota empujó a tiempo a su hijo Alexander y, por salvarlo, murió arrollado ante la mirada enloquecida de su mujer, Martina, de su Alexander milagrosamente vivo y de Aria, el bebé a quien la madre transportaba en un capazo. Quién puede no estremecerse al leer que Heidi, una californiana que recorría Europa en el primer aniversario de su boda, busca todavía a su marido, Jared Tucker, de 42 años, un albañil de San Francisco. Cuánto dolor no azotaría el alma de la australiana Jumari ‘Jom’, ingresada por múltiples fracturas, hasta enterarse -ayer, 48 interminables horas más tarde- de que Julian Cadman, su pequeño de siete años, se cura en otro hospital.

Tener miedo ante barbaridades como la de Barcelona no significa rendirse al enemigo. Más bien nos protege. El miedo nos fortalece frente a la brutalidad yihadista, porque es una herramienta biológica que garantiza la supervivencia de la especie. Ellos no lo experimentan, dado que son bestias en las que por consiguiente no anida la condición humana. Su corazón solo genera odio, el arma mortífera que habrá que arrebatarles, sea como sea, y de la que la sociedad a la que el yihadismo ataca deberá también cuidarse con la misma fuerza que se protege frente a los bárbaros. Tras los vídeos del horror, circulan ahora por las redes sociales los vídeos del odio, y en alguno se invocan incluso las expulsiones de los Reyes Católicos. Ojo con cruzar la raya que nos separa de las alimañas, porque pisarla nos acercaría a ellas. Fecundaría rencor, también entre nosotros. Bastante sufrió España con el fanatismo de ETA en los años de plomo. Fernando Aramburu relata magníficamente en su novela ‘Patria’ el efecto destructor del veneno que la banda etarra inoculó entre los vascos. Miren, la madre de un chaval que cambia el frontón por la capucha, habla así a su marido tras serle presentada la familia -salmantina- del novio de su hija Arantxa, quien crece ajena al delirio combativo de su madre y su hermano: «Serán amables, educados y lo que tú quieras, pero se nota que no son de aquí. Esa manera de hablar, esos gestos. Hasta me parece que mastican distinto. Ve preparándote para tener un nieto que se apellide Hernández. Solo de pensarlo me entra dolor de tripa». Eso es odio, la negación de la humanidad, el límite preciso -que todos deberíamos convenir infranqueable- de la guerra contra el yihadismo. Odio, no. Pero tampoco digamos, más allá de un grito y del discurso políticamente correcto, que no sentimos miedo. Estamos asustados, muy asustados. Si no tuviéramos miedo, seríamos como ellos. Seríamos sanguijuelas.

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