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Joaquín García Cruz

Menuda política

Cómo hemos llegado hasta aquí

La gente no se ha pasado a la extrema derecha en un día. El auge de Vox tiene que ver con las oquedades del sistema, con la ambición desmedida por tocar pelo, con la obstinación en regresar al pasado paseando a Franco por los telediarios, con la idiotez imperante en un país donde los referentes sociales han sido sustituidos por ‘influencers’

En lugar de dimitir, o de reconocer al menos los pésimos resultados obtenidos por su candidatura, Susana Díaz se limitó en su comparecencia de la noche electoral a arengar contra la amenaza de la extrema derecha. Muchos socialistas de buena fe prorrumpieron junto a su lideresa en el grito de ‘¡no pasarán!’, trayendo así a la cabeza y al corazón la determinación republicana frente al avance de las tropas franquistas en Madrid, aunque ignorantes quizá de que la referencia original del ‘no pasarán’ no corresponde a la España de Negrín, sino a la batalla de Verdún, en la Primera Guerra Mundial. El caso es que ni una expresión de autocrítica fue capaz de articular ‘la faraona’ (como despectivamente la llamó en su día José Vélez, el alcalde ‘pedrista’ de Calasparra) para explicar una victoria pírrica que parece condenar al PSOE a pasar a la oposición, después de 36 años, en un cambio de ciclo que nadie esperaba tan brusco. Esa misma noche, Pablo Iglesias convocaba desde Madrid «un frente antifascista» para frenar a Vox, y miles de andaluces -algunos, encapuchados- salieron el lunes a la calle en varias ciudades para protestar por la irrupción de la formación de Santiago Abascal en el Parlamento de San Telmo con doce diputados elegidos en las urnas. A la jornada del 2-D le quedaba aún mucha tralla. El portavoz de Esquerra Republicana (ERC) en el Congreso, Gabriel Rufián, quiso añadir su proverbial tontuna a tamaña colección de dislates : «Se ha sacado a Franco del Valle de los Caídos y se le ha metido en la Junta de Andalucía», escupió en Twitter. Gabriel Rufián nunca decepciona, como tampoco lo hace el presidente nacional de Vox, empeñado en pregonar que sus conmilitones han iniciado en Andalucía «la reconquista» de España, cual Don Pelayo en la batalla de Covadonga (y también a caballo).
El mismísimo presidente del Gobierno contribuyó después con su propia exacerbación al emponzoñamiento del cuadragésimo aniversario de la Constitución, al sugerir el final de la inviolabilidad constitucional del Rey, aun a sabiendas de que hacerlo satisfaría solo la exigencia de sus socios de Unidos Podemos y de los independentistas catalanes, y perfectamente conocedor de que para romper el blindaje de Felipe VI debe reunir el voto de tres quintos del Congreso y del Senado, amén de disolver inmediatamente las Cortes, algo que no está en sus manos debido a su magra dotación parlamentaria. Pedro Sánchez necesita de la aquiescencia del PP -que no se la regalará- para acometer una reforma que en modo alguno responde a una demanda social, así que un globo sonda de tal naturaleza -luego desautorizado por su partido- solo puede obedecer al hecho cada vez más verosímil de que, en realidad, Pedro Sánchez no vive en La Moncloa, sino en la estratosfera, muy lejos de la gente, como suele sucederle a muchos gobernantes.
En la zona teóricamente calmada del tablero, donde debería imponerse la templanza porque es la que cohabitan PP y Ciudadanos con sus marchamos de centralidad, tampoco impera estos días el sentido común, cegado por el hambre de poder. Juanma Moreno, el candidato de Pablo Casado, pierde siete diputados pero se erige en triunfador, jaleado por los suyos a la voz de «¡presidente, presidente!», y Juan Marín, el representante de Albert Rivera, exige también el apoyo de los otros para acceder a la presidencia, pese a que abandera a la tercera fuerza en votos, si bien también a la que más ha crecido en escaños. A todo esto, la dirección federal del PSOE aprovecha que Susana Díaz se ha dejado ocho puntos y catorce diputados de los 47 que sacó en 2015 para ajustar cuentas con ‘la faraona’, que no piensa irse ni con agua hirviendo y prefiere disfrazar su incapacidad para ejercer la autocrítica machacando la monserga de pararle los pies a la extrema derecha.
Uno de los pocos argumentos de sensatez en las horas siguientes al cierre de los colegios electorales salió de la boca de Óscar Urralburu, el líder regional de Podemos en Murcia, convencido de que «algo estamos haciendo mal» para que Vox se haya convertido en la fuerza emergente, una consideración en la que abundó el jueves en un artículo publicado en ‘La Verdad’ (‘Autocrítica y responsabilidad’). Es seguro que a Urralburu le preocupa el avance de la extrema derecha tanto como a Susana Díaz y a Pablo Iglesias, pero, lejos de proponer un frente antifascist a, él plantea revisar cómo y por qué se ha llegado hasta aquí, lo que conduce inevitablemente a un cúmulo de desatinos cuya enumeración, aunque prolija, está en la mente de cualquier ciudadano. La relación bien podría empezar por preguntarnos por qué el 41,3% de los andaluces se quedaron en su casa el 2-D, la mayor abstención desde 1990. Pero hay más, a poco que se busquen motivos de lo sucedido. El único pacto que PSOE y PP han sido capaces de ahormar en esta legislatura fue para repartirse el poder judicial, y encima saltó por los aires a última hora. La indolencia de unos partidos en Cataluña, la connivencia de otros y la negligencia de todos ellos, ha puesto en riesgo la unidad de España. La exhumación de Franco es portada redundante de los telediarios y causa de disputa… 43 años después de su muerte. Diputados y ministros se cruzan insultos soeces en el Congreso cada dos por tres. La hemorragia de la corrupción prosigue sin detenimiento. El pacto regional contra la violencia de género, que debería ser un objetivo unitario y sin fisuras, devino en Murcia imposible y acabó vergonzosamente cuarteado por las discrepancias partidarias.
La letra pequeña del barómetro
El relato de por qué la extrema derecha se hace fuerte sería interminable, y tiene más que ver con las oquedades del sistema que con las virtudes de Vox. La gente no se ha pasado a la extrema derecha de un día para otro, ni se siente atraída por el tenebroso ideario de Vox. Lo que la gente siente es rechazo a la idiotez imperante, a la obstinación en regresar al pasado con proclamas de uno y otro signo como las que se oyen estos días, a lo políticamente correcto (una dictadura que azota sin piedad al discrepante y lo arroja a la disidencia), a la podredumbre institucional, a la carencia de referentes sociales, que han sido sustituidos por ‘influencers’, y a la ambición desmedida por tocar pelo. En los cuarenta años de democracia, nunca España se echó en brazos de los extremismos; antes al contrario, se decantó en todas las citas electorales por la moderación y el sentido de Estado que garantizaban UCD, PSOE y PP. El precedente más cercano a la opción que hoy lidera Santiago Abascal fue Fuerza Nueva, que concurrió a las legislativas de 1977 y de 1979 -con muchos nostálgicos llorando aún a Franco por aquel entonces- y obtuvo resultados paupérrimos; en Murcia, por ejemplo, solo 2.313 votos (el 0,52% del total) en la primera de las convocatorias, y 6.925 votos (el 1,52%) en la de 1979. En el conjunto del país, únicamente Blas Piñar, su jefe de filas, logró escaño en el Congreso.
Está cantado que Vox pulverizará estos registros en las elecciones autonómicas de mayo en la Región, al igual que ha triturado las predicciones demoscópicas en Andalucía. De hecho, la letra pequeña del barómetro de otoño recién publicado por el Cemop (Centro de Estudios Murcianos de Opinión Pública) sugiere que los dos escaños en la Asamblea y casi el 5% de los votos que la encuesta le atribuye pueden quedarse cortos.
Guste más o guste menos, esta es la realidad sociopolítica. A ella han contribuido, y de qué manera, muchos de los que, incapaces de admitir su responsabilidad en el avance de la ultraderecha, ahora se rasgan las vestiduras y cantan henchidos de rabia el ‘¡no pasarán!’, haciendo alarde, por cierto, de una indisimulada falta de respeto a la voluntad popular.

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