Cuando los perros se ataban con longaniza, un político me envió un cerdo vivo por Navidad. Ni estaba en su ánimo comprarme ni me pareció que el regalo fuera una indirecta. Francamente, se lo devolví -a través del mismo empleado que había cargado con el animal-, porque no sabía qué hacer con el marrano, no porque sospechara de las intenciones del dadivoso gobernante. Antes de que los chorizos atufaran la vida pública hasta convertirla en irrespirable, recibir un jamón en Navidad no estaba mal visto. Era un convencionalismo más, que hoy está bajo sospecha por culpa de unos cuantos corruptos que se han forrado. De ahí que el Consejo de la Transparencia haya conminado a políticos y funcionarios a que rechacen regalos de más de 50 euros, una recomendación difícil de acatar porque el tique-regalo impide acertar con el precio y, si calculan mal, se pueden meter en un cohecho sin darse cuenta.