El suyo es, desde diciembre, un diálogo de sordos, con vetos y envaramientos que al final reproducen la altanería y el rodillo con que se han dirigido habitualmente las instituciones. Más de lo mismo, por tanto
La nueva política tiene un aspecto viejuno. De la factoría de Muchachada Nui salió este palabro -viejuno-, que la RAE terminará validando tarde o temprano por su elocuencia adjetival, que no precisa de más explicaciones. Viejuno significa viejuno, y viene que ni pintiparado para describir el momento que atraviesa la política española, un bebé al que los votantes alumbraron en 2015, con la intención de mejorar la especie, pero que se nos antoja ya un anciano -debilucho, transido-, pese a que el bloqueo institucional no le ha permitido aún destetarse. La situación recuerda a ‘El curioso caso de Benjamin Button’, la película en la que Brad Pitt encarna a un niño que nació nonagenario, aunque en la novela originaria de F. Scott Fitzgerald la criatura rejuvenece con el paso de los días, porque su reloj biológico corre hacia atrás.
La nueva política no hacía referencia solo a los nuevos actores; pretendía ser, o eso creíamos, la conjunción de las dos formaciones emergentes (Ciudadanos y Podemos), engendradas con un ADN distinto y un ímpetu transformador irresistible, y la renovación de los partidos de siempre, PP y PSOE, más o menos sincera pero abiertamente pregonada. Esta prole fue la que los españoles encargaron a la cigüeña, primero en diciembre de 2015 y después en junio de 2016, con la ilusión de una pareja primeriza, a juzgar por los elevados porcentajes de participación electoral. Pero algo falló en el parto. Lo que duerme en la cuna es un recién nacido, sí, pero de fisonomía viejuna. Todos los partidos se pasan la vida advirtiendo de que sería un desastre tener que abrir otra vez las urnas (y hacerlo el día de Navidad, añado, sería una grosería), pero no echan toda la carne en el asador para evitarlo, que era lo que se esperaba del alumbramiento. Ocho meses después, España está sin gobierno, y ellos siguen atrapados en la paradoja de Condorcet, un curioso sistema de comparación de resultados formulado en el siglo XVIII por el marqués de Condorcet, amante de la Filosofía y las Matemáticas, que ya entonces trazó una teoría que sirve para especular sobre la legitimidad del candidato al que debe proclamarse ganador cuando los resultados están apretados. ¿Qué deseaban los españoles al votar-casi lo mismo- el 20D y el 26J, quizá que gobernara Rajoy, y por eso lo respaldaron más que a ninguno de sus contrincantes, o acaso que se fuera a casa, lo que explicaría que no se le prestaran los votos suficientes para mantenerse en la presidencia? El criterio de Condorcet se inclinaría por la segunda opción, pero esa no es la cuestión ahora. No hace falta aplicar teoremas, ni ser clarividente, para discernir que el veredicto fue otro, y que se traducía en un mandato a los partidos para que dialogaran y dejaran atrás las arrogantes mayorías absolutas, precisamente lo que PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos no han querido hacer -o no han sabido- en este tiempo yermo. El suyo es, desde diciembre, un diálogo de sordos, con vetos y envaramientos que al final reproducen la altanería y el rodillo con el que se han dirigido habitualmente las instituciones. Más de lo mismo, por tanto. Estilo viejuno. Podemos y Ciudadanos no tienen aún la edad para manejar dinero y ya han dado lugar a que se les pille trampeando facturas en la Asamblea Regional, dilapidando las tarjetas del Senado en taxis de Madrid durante este periodo de vacación parlamentaria, y admitiendo que han aceptado el óbolo de países de turbia trayectoria como Irán y Venezuela. Es verdad que en este asunto son unos advenedizos. Los clásicos les llevan ventaja, pues -a diferencia de los emergentes- el PP está ya imputado como persona jurídica por blanqueo, y altos cargos del PSOE fueron condenados por financiación ilegal, allá por 1989, en el ‘caso Filesa’.
Política viejuna, y no nueva política, es también falsear la realidad para golpear al adversario y así mantener la fidelidad de la clientela. Todos los gobiernos lo hacen, desde el principio de los tiempos. Es algo a lo que no se pueden resistir, y que abona la incredulidad generalizada en el sistema, pero sorprende más que también lo hagan quienes nacieron sin el pecado original. La Dependencia es, por razones obvias, un espacio estratégico en el que los partidos se cruzan diatribas de alto voltaje que en ocasiones rayan en la demagogia. El lunes, 15 de agosto, ‘La Verdad’ publicó la realidad de la Dependencia a 31 de julio en Murcia, con datos oficiales (no hay otra fuente) del Ministerio de Sanidad. Entre julio de 2015 y julio de 2016, el número de beneficiarios aumentó en la Región un 16%, y la lista de espera bajó un 42%. Desde la cuenta oficial de Podemos se envió entonces el siguiente tuit: «Tras nuestra denuncia por el cate de nuestra Región en aplicación de la ley de Dependencia, se activa la #PPPropaganda». El mensaje incluía dos imágenes: la página de este periódico y una nota de Podemos de pocos días antes («Murcia, a la cola en Dependencia»), basada en un informe de la Asociación de Directores y Gerentes de Servicios Sociales que fue divulgado mucho antes, en febrero, por lo que contenía datos -ya obsoletos- de 2015. Después de febrero -en julio-, la misma asociación había emitido otro informe, actualizado, con las cifras de 2016 que recogía la noticia de ‘La Verdad’. Pero Podemos prefirió quedarse con la estadística desfasada, y omitir la última foto fija de la Dependencia, quizá porque, por una vez, esta favorecía al Gobierno regional del PP. Qué zafio, qué viejuno.
El pacto firmado este viernes por PP y Ciudadanos («el comienzo de un gran amor», según Rafael Hernando) dibuja un horizonte de gobierno, que ahora es, ciertamente, lo que urge. Después de la investidura, si esta se produce, deberían aplicarse todos -PSOE y Podemos, también-, a lograr que la política exude los achaques de viejo, recupere, al igual que Benjamin Button, la lozanía propia de un recién nacido, y se ponga a caminar de una puñetera vez, aunque sea en tacatá.