La foto del ministro Ábalos con el alcalde de Murcia es un ejemplo a seguir, al contrario que la peineta de una concejal y las alusiones de Garre a la talla personal de López Miras
Basta con alejarse un tiempo de la política regional, y mirarla desde arriba con la perspectiva de un diablo Cojuelo, para constatar su creciente empobrecimiento, que será incesante hasta las elecciones de mayo. No se trata de algo exclusivo de ahora, ni de una singularidad de Murcia, pero resulta poco estimulante ver y oír las diatribas que gobierno y oposición se lanzan. La frescura y los atributos con los que el nuevo partido de Alberto Garre irrumpe en el tablero deberían ser bagaje suficiente para arañar un montón de votos a otros partidos, sin necesidad de llamar a Fernando López Miras «pimpollo» y afearle su «peso pesado físico», por poner un ejemplo de la pobreza aludida. Reducir a eso («pimpollo» y gordo) la idea fuerte y el titular del discurso fundacional de Somos Región es renunciar a metas más altas, entre otras razones porque Garre se presta a que lo tilden de viejales, y porque, en política, la edad nunca quita ni da. Bien podrían unos y otros trabajarse mejor la munición dialéctica a la hora de desacreditar al adversario y, ya de paso, cultivar la sutileza, que tan buenos réditos procura en todos los órdenes de la vida. Cuando Winston Churchill, que venía de ganar para su país la Segunda Guerra Mundial, perdió contra todo pronóstico las elecciones de 1945, a manos de Clement Attlee, un semidesconocido líder laborista, el viejo charlatán de puro y sombrero, que por lo visto tenía un mal perder, atacó a Attlee con una finura de libro: «Frente al número 10 de Downing Street se detiene un taxi vacío. Se abre la puerta y de él sale Clement Attlee». Era su manera de llamarlo endeble, de insinuar que los ingleses habían puesto su destino en manos de un primer ministro peligrosamente frágil para conducir al país durante la posguerra, frente a la arrolladora personalidad de Churchill. De López Miras podría haber señalado Garre que es un buen chico, por decir algo, que sería tanto como negarle sutilmente la capacidad para gobernar la Región, y quizá esto le haría más daño electoral que llamarlo pimpollo, porque de la personalidad de López Miras se podría cuestionar quizá su escasa refulgencia, pero en ningún caso la fecha de nacimiento y, menos aún, la talla de sus pantalones. Estas escaramuzas tenían más encanto con el bipartidismo. Un consejero de Valcárcel noqueó a su oponente socialista en un debate televisado antes de empezar a discutir; faltaba un minuto para salir en pantalla y el consejero se sacó de la chaqueta un folio doblado: «Como te pases, te pongo en tu sitio con este documento, ¿eh?». Luego me reconoció (yo era el presentador) que se trataba de un folio en blanco, pero lo cierto es que el socialista moderó muchísimo el ímpetu dialéctico con el que se proponía contender. Ahora, con cuatro partidos en el ring, los encontronazos son más previsibles y, algunas veces, también más chocarreros. Una concejal socialista de Murcia le hizo el otro día una peineta a otro de Ciudadanos durante un debate radiofónico, del que el edil naranja terminó por largarse. Nivelazo. Habría que exigir más altura. Las tertulias ya le parecían decepcionantes hace un siglo a Ortega y Gasset («aquellas damas y aquellos varones burgueses asentaban con tal firmeza e indubitabilidad sus continuas necedades (…) que la menor palabra aguda, precisa o siquiera elegante sonaba a algo absurdo y hasta descortés»), pero la historia del parlamentarismo español está llena de brillantes intervenciones; incluso la política regional ha vivido momentos para enmarcar, como un cara a cara electoral de Valcárcel y Pedro Saura en los estertores del duopolio PP-PSOE, que fue digno de ser presenciado en pantalla grande y con palomitas. Luis Carandell dejó antes de morirse un libro imperdible, ‘Se abre la sesión’, en el que relata algunos mandobles antológicos, como el que un diputado de la oposición lanzó a gritos a José María Gil Robles, líder de la derecha, mientras este pronunciaba un discurso en el Congreso, en 1934: «Su Señoría es de los que todavía llevan calzoncillos de seda». Al exabrupto siguió el natural escándalo, después del cual Gil Robles miró al congresista que lo había interrumpido, le clavó los ojos desde el atril de oradores y le devolvió la puntada con la elegancia que le caracterizaba: «No sabía yo que su esposa fuera tan indiscreta».
A la clase política regional no se le pide una oratoria de tan altos vuelos, pero sí que no baje al barro y que, en lo posible, trabaje por el interés general. La reciente visita a Murcia del ministro Ábalos y del secretario de Estado Pedro Saura terminó con una foto de grupo en el Ayuntamiento que no estaba inicialmente programada, pero que permitió al alcalde Ballesta conseguir del Ministerio dinero adicional para el yacimiento de San Esteban, cuya recuperación ahora reivindican -justamente- las dos administraciones y los dos partidos, PP y PSOE. Este es un modelo de buena política, y las peinetas y las desconsideraciones personales, ejemplos de todo lo contrario y terreno abonado para populismos como el de Vox, cuyo líder, Santiago Abascal, abarrotó el miércoles los salones del hotel Nelva en Murcia. Lo hizo con un discurso propio de la posición de extrema derecha que Vox ocupa en el escenario, pero los grupos autodenominados antifascistas que a las puertas del hotel gritaban «¡Ortega Lara, vuelve al zulo»! y «¡Os mataremos, como en Paracuellos!» no tienen derecho a llamarse antifascistas. Ellos son los fascistas.