La primera vez que pisé la vieja Redacción de ‘La Verdad’ en Ronda de Levante, hace de esto un siglo, no sabía si salir corriendo, y dedicarme a otra cosa (ante lo que se me antojó un lugar de trabajo inaprensible, con personajes para mí salidos de otro mundo), o entregarme al periodismo en cuerpo y alma para parecerme algún día a aquel tío barbudo que fumaba sin parar, tomaba carajillos y publicaba los domingos una sección titulada ‘Voy p’allá’, en la que repartía estopa a diestro y siniestro con un descaro tan refrescante como envidiable y alejado de la ortodoxia universitaria. Elegí el periodismo, y ahora sé que aquel tipo de pinta bohemia y lenguaje cristalino tuvo que ver con mi feliz decisión de juventud.
Después, nos hicimos mayores, como todo el mundo, y a su lado aprendí trucos del oficio y también de la vida. Aprendí, por ejemplo, que aún no ha nacido el político que con derecho pueda levantarle la voz a un periodista valiente, que Kapuscinski llevaba más razón que un santo al advertir que «hay que ser buena persona para ser un buen periodista», que a la vida hay que mirarla siempre de frente, venga como venga, y mejor aún si se la mira con la alegría y el sentido del humor que Pedro nunca dejó de cultivar.
Comoquiera que él se retiró, y yo sigo en activo, Pedro y yo empezamos a vernos menos; apenas en alguna cena de jubilación y cuando aparecía en Navidad por la Redacción para montarnos un árbol con el esmero de un abuelo feliz mientras nos soltaba un inequívocamente paternalista «atajo de inútiles», que solo en la boca de Pedro Soler sonaba como era, cariñoso y entrañable a más no poder.
Últimamente, hablábamos más. El periodismo nos pillaba más lejos a los dos, pero hablábamos más. Lances de la vida. Él me llamaba. O yo lo llamaba a él, y bien en la plaza de Las Flores o por teléfono, nos contábamos nuestras historias, las cosas personales que teníamos en común. A solas, sin el estruendo redaccional. Lo último que me dijo -siempre lo recordaré- fue esto que sigue, mientras se calaba el sombrero y se apresuraba para no perder el autobús que lo llevaba a su casa de Los Conejos: «Tú no seas gilipollas y anímate».
Y así fue como, ya de mayores, Pedro Soler volvió a ser para mí un ser admirable.