Me resulta difícil sacarme de la cabeza la imagen de Laura Luelmo. También se ha hecho un hueco en ella la cara de Bernardo Montoya, el asesino confeso de la joven de 26 años que salió a correr y acabó violada y muerta a golpes. Laura había advertido a su novio que se sentía atemorizada por la mirada lasciva de Bernardo Montoya, «el vecino de enfrente», pero no quiso privarse de su caminata diaria por los alrededores del pueblo donde trabajaba como profesora sustituta, renunciar a dejarse acariciar por la brisa de la serranía de Huelva, perder su libertad. No quiso, y terminó en brazos de un monstruo, como si el destino hubiera querido hacer verdad -una verdad horrible- su último mensaje en Twitter: «Te enseñan a no ir sola por sitios oscuros en vez de enseñar a los monstruos a no serlo, ese es el problema».
Me viene inevitablemente a la memoria la cara de Laura -jovial, hermosa, engañosamente llena de vida- cuando me cruzo estos días con muchas Lauras por la mota del río en Murcia y por otros espacios del miedo, que ellas recorren a la vez que yo, a menudo solas y a veces por lugares sin el resguardo suficiente y mal iluminados. Una encuesta de la compañía energética EDP y la revista ‘Runners World Magazine’ España revela que nueve de cada diez mujeres se han sentido alguna vez inseguras practicando deporte al aire libre; decenas de murcianas se han apuntado ya a plataformas de móvil que facilitan las salidas en grupo, y las páginas de sucesos recogían recientemente ataques sexuales a chicas en la diputación lumbrerense de El Esparragal, en la margen del Segura que conduce a Beniaján y en la avenida capitalina de Juan de Borbón. Desde hace más de dos años se busca a una mujer de 42 años en Menesterio (Badajoz), y otra de 59 desapareció en mayo de 2017 en Hornachos, otra localidad pacense. Diana Quer y los niños Mari Luz Cortés y Gabriel Cruz siguen en la mente de todos. Parece acertado el adagio de que nunca pasa nada hasta que pasa.
¿Qué hacer ahora con Bernardo Montoya, de 50 años de edad? Es previsible que no cumpla entre rejas más de 20, aun cuando se le aplicara el concurso real de delitos, que permite acumular todas las penas impuestas. Volvería por tanto a la calle a los 70 años -como mucho- y, de confirmarse mediante sentencia firme su presunta culpabilidad en el crimen de Laura Luelmo, recaería sobre sus espaldas (no sé si también sobre su conciencia), el asesinato de la joven profesora, la muerte a machetazos de una octogenaria -por la que fue condenado en 1997 a 17 años y siete meses de prisión- y el intento de agresión sexual a una mujer de 27 años en El Campillo, el mismo pueblo donde después violó y mató a Laura, perpetrado durante un permiso carcelario.
Cabe preguntarse si, al recobrar la libertad, se habrá reinsertado Bernardo Montoya en su nueva etapa de presidiario o reincidirá a los tres meses, que fue el tiempo que tardó en cometer un robo con violencia tras abandonar la prisión en 2015. Y, si estamos ante un sujeto cuya recuperación social parece cuando menos improbable, ¿por qué no aplicarle la prisión permanente revisable, sin complejo alguno y dejando a un lado las oportunistas controversias políticas y el buenismo preponderante?
La prisión permanente revisable está en vigor. De hecho, se ha aplicado ya cinco veces desde que fue aprobada en 2015 por el Gobierno de Rajoy, con el único apoyo parlamentario del PP. En consecuencia, no es necesario emprender reforma legal alguna; basta con no derogarla, como pretende hacer el PSOE, que en su programa electoral prometió abolirla, aunque una vez en el poder no se atrevió a hacerlo y sigue a la espera de un dictamen solicitado al Tribunal Constitucional para una norma que ya recibió el aval del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y del Consejo de Estado.
Nada que ver con la cadena perpetua. La prisión permanente revisable puede quedar en suspenso si el penado ha cumplido 25 años y cuenta con el tercer grado y un informe favorable de reinserción, y solo es de aplicación en ocho supuestos: asesinato de un menor de 16 años; asesinato con ataque sexual incluido; asesinato cometido desde una organización criminal; asesinato múltiple; asesinato terrorista; homicidio del jefe de Estado, del heredero o de un jefe de Estado extranjero; genocidio o crímenes de lesa humanidad.
Francia, Italia, Holanda, Bélgica, Reino Unido, Alemania y otros países europeos disponen en sus ordenamientos jurídicos de penas similares o de superior castigo a la prisión permanente de España, por no hablar de Estados Unidos y Japón, naciones en las que -a diferencia del resto del mundo civilizado- existe incluso la detestable condena a muerte.
Aducir tras un crimen como el de Laura Luelmo que no se debe legislar en caliente no es sino un ardid para posponer ‘sine die’ una decisión difícil que tampoco se quiso adoptar antes, cuando se podía haber tomado una vez enfriada la alarma social desatada por otros casos espeluznantes. Pedro Sánchez confirmó el miércoles en el Congreso que, frente a la insistencia del PP en que no se toque la prisión permanente revisable, el Gobierno prefiere sacarla del Código Penal y, en su lugar, reforzar la vigilancia de los delincuentes sexuales con pulseras electrónicas, comparecencias ante el juez y medidas similares. Ignoro hasta qué punto seguir vigilando, de una forma u otra, a quienes han cumplido ya su pena, y pagado por tanto su deuda con la sociedad, goza de más legitimidad constitucional que la prisión permanente revisable. Pero, más allá de disquisiciones jurídicas, que a los juristas toca dilucidar, lo que quizá deberíamos plantearnos es si quienes se oponen a la prisión permanente revisable arguyendo la finalidad reinsertadora de la cárcel creen de verdad que Bernardo Montoya, el hombre que ha matado a dos mujeres, será capaz de reeducarse esta vez en prisión o saldrá en libertad con el monstruo que sin duda anida en su interior.