Los cementerios, lugares de visita obligada estos días, se prestan a la melancolía y al recuerdo. Son espacios con una profunda carga sentimental; tristes por los lazos que nos unen a quienes allí reposan. Sin embargo, también forman parte de la historia; ayudan a comprender mejor el devenir de los pueblos a los que sirven. Es más, contienen retazos del patrimonio cultural. El camposanto de Mazarrón no es la excepción, y al Ayuntamiento se le ha presentado una oportunidad de oro (¿la sabrá aprovechar?) para reconocer todos los valores artísticos e inmateriales que atesora. A raíz de una solicitud ciudadana, la Consejería de Cultura ha sugerido al Consistorio que proteja tres de las sepulturas del recinto. Por algo se empieza. Ahora solo cabe confiar en que la propuesta no caiga en el olvido.

Una de las tumbas infantiles del cementerio de Mazarrón.
P. RUBIO
Los técnicos de Patrimonio Histórico se refieren a los panteones de los Martínez-Oliva y de Francisco Povo (ambos atribuidos al arquitecto modernista Víctor Beltrí) y a la tumba de Norberto Morales Gallego, una pieza de metal única, datada en 1905, con una elaborada decoración a base de dragones, filigranas y elementos vegetales. El camposanto municipal de Mazarrón entró en servicio el 5 de junio de 1900, el mismo día que se clausuró oficialmente el cementerio eclesial. Responde a un diseño de un grande de la época: el arquitecto Justo Millán Espinosa, autor, entre otras conocidas obras, de la plaza de toros de La Condomina. En la calle principal se localizan los panteones de las familias adineradas, símbolos de su poder. Y a la izquierda, según se accede, varios de los enterramientos más antiguos. Entre las losas de mármol, nombres distinguidos, como el del médico Filomeno Hostench, principal impulsor del antiguo hospital, al que nunca le faltan flores pese al tiempo transcurrido. A unos pocos metros, el espacio reservado para dar sepultura a los párvulos, con epitafios desgarradores y rejas con formas de corazones y azucenas de frío metal. Los nichos que rodean la tapia también acercan el pasado reciente. En uno de ellos descansan los restos de aquel alcalde muerto a manos de un minero al que le dijo que si no tenía trabajo con el que poder alimentar a su familia, que comieran “piedras de la rambla”.