La historia se repite. Las epidemias que padecieron nuestros antecesores guardan llamativas similitudes con la crisis del coronavirus que ahora nos atenaza. El miedo a lo desconocido, el desconcierto inicial, las estrictas medidas de aislamiento, la solidaridad con los más vulnerables, los insistentes consejos para extremar la higiene y hasta los gestos de heroicidad de los sanitarios también marcaron plagas pasadas. El artículo ‘La fiebre amarilla de Mazarrón (1804-1810), del cronista oficial Mariano Guillén Riquelme, incluido en la publicación ‘Del curandero al médico. Historia de la Medicina en la Región de Murcia’, da cuenta de esos sorprendentes parecidos. Vaya por delante un mensaje de optimismo: los mazarroneros de entonces vencieron la enfermedad y rehicieron sus vidas.
Gran parte de aquel éxito tiene un nombre propio. el doctor Miguel Cabanellas, inspector de Epidemias de los reinos de Valencia y Murcia; si se me permite la comparación, ‘nuestro’ Fernando Simón. Cuenta Guillén que el “ilustrado” Cabanellas llegó a Mazarrón a finales de 1810 para intentar poner coto a la fiebre amarilla que “causaba estragos entre una población aterrada”. Salvando las distancias, y con menos avances médicos que hoy día, el epidemiólogo puso en marcha un riguroso plan para frenar la plaga. Para empezar, aconsejó aislar el pueblo; dividió el núcleo urbano en ocho sectores y puso al mando de cada zona a un vecino para que vigilara el tránsito de viandantes. También prohibió las concurrencias de personas y clausuró iglesias y conventos. Además, pidió una relación de fallecidos, últimos contagiados y sanados, y se comprometió a visitar a diario a los enfermos, en horario interrumpido.
Miguel Cabanellas difundió una serie de recomendaciones referidas a la higiene del hogar y a la desinfección de las personas, principalmente con vinagre y salmuera. Y estableció unas estrictas instrucciones en todo lo relacionado con los enterramientos. De hecho, impulsó los primeros cementerios de la villa, ya que hasta entonces las inhumaciones se practicaban en el subsuelo de iglesias y ermitas. La fiebre amarilla disparó la mortalidad; falleció un tercio de la población, según explica el cronista de Mazarrón, y los templos se quedaron sin espacio para más sepulturas. La situación era tan desesperada que los sacerdotes de las dos parroquias avisaron de que “dentro de pocos días será preciso dejar los cadáveres a la inclemencia”. Fue entonces cuando se improvisó un camposanto con fosas comunes junto a la ermita de San Sebastián, extramuros de la población, y cuando este se quedó pequeño se habilitó como necrópolis el patio de armas del castillo. Como hoy, el pueblo en su mayoría siguió a rajatabla todas y cada una de las instrucciones. Cabanellas pronosticó que con la colaboración de los ciudadanos en trece días la situación quedaría controlada. Así fue, y su gesta todavía hoy es recordada.