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No en mi jardín

El rechazo social a los almacenes de residuos nucleares es un fenómeno global. En los años 90 tuve la posibilidad de observarlo in situ en el emplazamiento candidato de Yucca Mountain (Estados Unidos) y en el entorno de la mina de sal de Gorleben, donde Alemania deposita los desechos de sus centrales. Pero lo sorprendente, y quizá único del caso español, es que los mismos políticos que aprobaron en sede parlamentaria un plan de residuos radiactivos, con el mandato de construir un almacén temporal centralizado (ATC), sean los que ahora se oponen a esta instalación si se ubica en su territorio. Todos lo aceptan, pero de ninguna manera en su patio trasero. Lo que está ocurriendo en nuestro país alcanza dimensiones escandalosas porque el ministro de Industria que impulsó ese plan, José Montilla, impone ahora como presidente de la Generalitat un veto al ATC en Cataluña. con el argumento de que allí no que no hay un consenso social. A esas tesis se sumó alegremente el presidente castellano-manchego, José María Barreda, poco después de que María Dolores de Cospedal amenazara a un alcalde de su partido con un expediente por presentar la candidatura de su municipio. El despropósito general se acrecienta aún más cuando, en un intento de apaciguar las aguas, Zapatero interviene. Promete que el emplazamiento se elegirá por consenso y logra una exigua tregua de pocas horas. Es el propio ministro Sebastián quien la revienta al tachar de insolidarios a Montilla y Barreda. En fin, un bochornoso sainete, trufado de argumentos populistas y demagógicos, que esconden intereses electorales. Con la polémica ha saltado por los aires toda una estrategia, basada en la voluntariedad de los ayuntamientos, que el propio Gobierno diseñó hace años para solventar este espinoso asunto. Nadie pensaba que iba a ser fácil, pero tampoco que la oposición al ATC iba a proceder del propio ‘cerebro’ del plan. Las consecuencias son nefastas porque se contamina para mucho tiempo el debate sobre la energía nuclear, crece la percepción de insolidaridad territorial y retrasa la apertura de una instalación incómoda, pero necesaria. A partir del 1 de enero, España deberá pagar 60.000 euros al día a Francia por conservar los residuos radiactivos de Vandellós si no tenemos un almacén para conservarlos y siguen en territorio galo. ¿Adivinan quien, a la larga, acabará pagando el pato por la vía de la factura de la luz?

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