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Monteagudo

Cuando la noche engulle la huerta de un veloz bocado y la sumerge en la oscuridad, veo todas las tardes desde ‘La Verdad’ cómo la luz de esta tierra se apaga lentamente desdibujando el imponente perfil del Cristo de Monteagudo. Cada uno tiene su particular ‘skyline’, su momento mágico del día, su paisaje más evocador. Y el mío es el Cristo de Monteagudo y su fortaleza morisca en los atardeceres de Murcia. Ni siento que irradie energía negativa ni que profane un castillo árabe ni que sea «una especie de postizo que deforme la belleza del lugar», como afirma el abogado José Luis Mazón en la excelente entrevista que firma hoy Ricardo Fernández en páginas interiores. Aunque reconozco su historial jurídico trufado de éxitos, tampoco comparto su interpretación de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre los símbolos religiosos en la vida pública. Y mucho menos estoy de acuerdo con este letrado cuando afirma estar sorprendido por la supuesta existencia de una «Murcia ultracatólica y exacerbada». Sin embargo, desde esa profunda discrepancia, respeto sus opiniones y jamás entraría en el juego de las descalificaciones personales. Es más, como profesional del periodismo siento una especial curiosidad por saber cuáles son las motivaciones personales de quien ha sido capaz de suscitar un clamor tan generalizado contra su iniciativa legal. De ahí el interés periodístico de la entrevista de ‘La Verdad’ con este abogado, que autodefine su labor de quijotesca y se declara un profundo admirador de la obra de Cervantes. Nada menos que veinte veces ha leído esa pieza cumbre de la literatura española, una pasión comparable a la del ingenioso hidalgo por los libros de caballerías, esos que le hicieron perder el sentido de la realidad. Filósofos como Jürgen Habermas y Luc Ferry han debatido y escrito sobre la presencia de los símbolos religiosos en la vida pública desde una perspectiva laica pero sin llegar al extremo que predica José Luis Mazón. Sinceramente creo que esta iniciativa atenta contra el sentido común, al igual que piensan otros muchos ciudadanos que no son ultracatólicos o fanáticos religiosos. Entre el fundamentalismo y el relativismo moral hay posiciones intermedias donde se sitúan un gran número de personas, que no alterarían su punto de vista si el objeto de la polémica fuera un monumento musulmán. Los símbolos religiosos no deben invadir el espacio público si resquebrajan los principios básicos de nuestra cultura democrática, pero no parece el caso de una larga lista de monumentos que exclusivamente reflejan las profundas raíces cristianas, musulmanas y judías de la historia de España.

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