La sentencia sobre el Estatuto catalán y la entrada en vigor de la nueva ley del aborto vuelven a evidenciar la pasmosa facilidad con que los dirigentes políticos olvidan que una de sus principales funciones es transmitir la idea de que la Constitución y el resto de las leyes aprobadas por el Parlamento están para cumplirlas y de que el imperio de la ley y la justicia está por encima de sentimientos, ideas políticas y convicciones morales, ya sean colectivas o personales. Nuestro ordenamiento jurídico permite a las comunidades autónomas acudir a las vías judiciales, a través del conflicto de competencias o el recurso al Tribunal Constitucional, para hacer frente a las normas aprobadas en las Cortes, pero mientras estén en vigor resulta irresponsable caer en la resistencia pasiva o directamente entorpecer su aplicación. Lo peligroso de estas actitudes, que abundan en todos los partidos políticos, no sólo es que suscitan inseguridad jurídica sino que además propician la implantación de una cultura ciudadana en la que se acepta como normal el incumplimiento de ciertas leyes, e incluso cierta tolerancia y comprensión con determinados delitos, como el fraude fiscal o la corrupción política. En realidad, la rebelión de las comunidades autónomas contra las iniciativas políticas del Gobierno central no es una novedad, ya que es una tónica habitual desde los tiempos de Felipe González. Fue el propio presidente del Congreso de los Diputados, José Bono, uno de los primeros responsables autonómicos en bloquear un proyecto del Ejecutivo central cuando González planteó un campo de tiro en Cabañeros y el paso de la autovía Madrid-Valencia por las hoces del Cabriel. Esa misma actitud ha seguido su sucesor, José María Barreda, cada vez que el Consejo de Ministros aprueba un trasvase del Tajo-Segura. También se han significado los dirigentes autonómicos del PP, con Esperanza Aguirre a la cabeza, por recurrir a vías diferentes a las judiciales para poner todo tipo de obstáculos a la aplicación de distintas leyes, como la del tabaco y la de la dependencia. El Gobierno de Zapatero tiene mucha responsabilidad en este asunto porque leyes de gran calado han sido aprobadas durante los últimos años en el Congreso de los Diputados sin el consenso del principal partido de la oposición y con el apoyo de partidos minoritarios, algunos de los cuales no tienen responsabilidades de gobierno en sus comunidades. Ahora, en lugar de aceptar la doctrina del Tribunal Constitucional y consolidar de forma definitiva la estructura del Estado, Zapatero se muestra dispuesto a cambiar la Constitución para recuperar los aspectos más polémicos del ‘Estatut’, en un claro intento de evitar una debacle del PSC en las autonómicas catalanas.