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Por el bien de la democracia

Se me ocurren varios motivos para no ir a votar hoy con entusiasmo, pero la peor decisión sería no acudir a las urnas y dejar de influir, con la opción que cada uno elija libremente, en el curso de los acontecimientos. Debo confesar que ha sido la más insustancial campaña que recuerdo en cuanto a contenidos políticos. Nació marcada por una reforma parcial de la ley electoral pactada por los dos grandes partidos, que erosionó la libertad de información y contribuyó a privarnos de los debates entre candidatos. Y acaba con un movimiento de protesta en las calles impulsado por una masa heterogénea de jovenes, parados y otros ciudadanos ‘indignados’ que, al calor de las redes sociales, lanzaron un desconcertante aldabonazo a la clase dirigente. En la antesala de las elecciones, con la desafección hacia los políticos en su punto álgido, los partidos tenían una oportunidad inmejorable para regenerarse, eliminar impurezas e insuflar ilusión democrática a la ciudadanía. Por ejemplo, implantando listas abiertas o al menos apartando de ellas a quienes tienen imputaciones por delitos graves. En su libro ‘Ejemplaridad pública’, el filósofo y director de la Fundación Juan March, Javier Gomá, recuerda que los políticos tienen un deber de ejemplaridad acentuado. Con especial lucidez, Gomá sostiene que al desplegar especial influencia por la posición que ocupan, pesa sobre ellos un plus de responsabilidad que les exige un respeto máximo por los valores y bienes más estimados por la sociedad. Y no imagino ninguno más preciado por la ciudadanía que la calidad y el pulso de una democracia que tanto costó conseguir.
Frente a las aspiraciones de una sociedad hastiada por el paro y la falta de horizontes, los partidos se han dedicado en unos casos a consolidar perspectivas electorales favorables sin apenas despeinarse mientras otros se afanaban en agitar al avispero electoral a la desesperada para evitar una debacle. Cierto es que la tragedia de Lorca, como no podía ser de otra forma, ha sido la prioridad de todos los grupos políticos en la Región y eso ha condicionado los derroteros de una contienda celebrada con la crisis tocando fondo. Quizá porque hubiera sido insoportable en medio del dolor por el terremoto de Lorca, la campaña en la Región ha sido más limpia que en anteriores convocatorias. Poco bueno más se puede decir. No ha habido intercambio de ideas sino cruces de acusaciones y un inane bagaje de compromisos. El recurso al voto del miedo fue sonrojante y las formas de hacer política se mimetizaron en sus aspectos más negativos, atribuyendo al adversario toda la responsabilidad de la profunda crisis social y económica. Muy difícil se lo han puesto los candidatos a ese 15% de votantes indecisos. Más aún cuando algún partido ni siquiera se tomó la molestia de difundir en tiempo y forma su programa electoral y varios reaccionaron con malestar sordo cuando informativamente se propició la igualdad de oportunidades para las opciones emergentes que apuntan los sondeos. De nada han servido los intentos, entre ellos también los de este periódico, para que los ciudadanos pudieran contrastar los programas de los candidatos en debates públicos. Flaco favor a la democracia el del que quiera, recordando a Unamuno, vencer sin convencer porque su prioridad es aplastar al adversario en las urnas. Visto lo acontecido en la campaña a lo largo de todo el país, no resulta extraño que jóvenes y parados se hayan lanzado a la calle con indignación para denunciar que la democracia se ha convertido en una partidocracia que domina toda la esfera pública y que bloquea los cauces de participación política a la sociedad civil. Lo extraño es que no se hubiera producido antes, ya que el desapego con la clase política lo venían apuntando los sondeos del CIS desde hace dos años. En lugar de intentar aprovecharse de ese movimiento ciudadano o denostarlo con fines electorales, los políticos deberían oír los mensajes que se lanzan en la calle para ser sensibles a los más razonables, actuar en consecuencia e impedir que se extienda la desconfianza en la democracia.
La pregunta que los ciudadanos deberían hoy plantearse es si quieren contribuir a minar el sistema democrático con una renuncia voluntaria a la mayor conquista social del país. Los españoles deben ir a votar porque los únicos que pueden acometer las reformas que decida una mayoría son los candidatos electos. La soberanía popular reside en los Parlamentos, no en las redes sociales ni tampoco en las plazas públicas. Tenemos una democracia imperfecta, aunque real. Que haya carga de razón en algunas reinvidicaciones de los últimos días (hay otras que no comparto) no puede implicar una desligitimación de todo el proceso electoral y de los resultados que cada ciudadano propicie con su voto. Eso sería una involución antidemocrática que nadie desea. Evitemos también su estancamiento vacunándonos contra el virus del desencanto. El voto es el acto supremo, pero no puede ser el único.

Las claves de la actualidad analizadas por el director editorial de La Verdad

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mayo 2011
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