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Aurea mediocritas

Corría el año 1988. Después de un volcánico invierno protagonizado en la calle por las organizaciones estudiantiles, los profesores de la enseñanza pública no universitaria convocaron en abril una huelga en todo el país. El ambiente estaba caldeado porque, en plena reforma educativa, el ministro José María Maravall había declarado que los docentes «quieren cobrar mucho más que el resto de los funcionarios». La ruptura entre el Ministerio y los sindicatos de la escuela pública era total. En el mes de junio había convocado un seminario sobre la reforma en el que Maravall y los profesores iban a verse la cara. Pero los periodistas que estábamos allí no pudimos ser testigos del encuentro. En lugar del ministro apareció el secretario general de Educación, Alfredo Pérez Rubalcaba, un dirigente histórico de los ‘pnn’ (profesores no numerarios) que un mes después sería nombrado secretario de Estado de Educación. El comité de huelga de los docentes boicoteó la apertura del seminario con una concentración, donde reiteró que la reforma de la enseñanza pública «solo se asegura con una dotación de medios suficientes que tiene que ser asumida de forma responsable por las administraciones». Veintitrés años después, a propósito del plan de ajuste por el que los maestros trabajarán dos horas lectivas más en Madrid, la presidenta de esa Comunidad y ex ministra de Educación, Esperanza Aguirre, afirmó esta semana que «veinte horas son en general menos que lo que trabajan el resto de los madrileños». La frase encendió los ánimos de unos profesores, a los que el Gobierno central ya bajó el sueldo en 2010 y que se sienten ofendidos por la insinuación de que se niegan a trabajar menos de media hora más al día. Una amenaza de huelga ya sobrevuela en Madrid y se extiende a otras comunidades como un reguero de pólvora. No deja de ser chocante que en este conflicto se hable de las mismas cosas que hace dos décadas. Y también que haya siempre un político que agite el avispero con declaraciones injustas con los docentes. La calidad de la enseñanza pública, su insuficiente dotación presupuestaria, la dignificación del profesorado, el futuro incierto de los interinos… Son los temas de fondo de siempre porque la educación no ha dejado de ser una asignatura pendiente de la democracia española que ha sido sometida a múltiples vaivenes normativos por el PSOE y el PP. Sería exagerado, o al menos discutible, decir que no hemos mejorado, pero un gran mayoría de españoles tiene hoy la percepción de que no disfrutamos de la educación que merecemos. Ahora, en esta vorágine de recortes en las administraciones, se busca garantizar la sanidad, la educación y las políticas sociales. Ya no se aspira tanto a la calidad de los servicios básicos del estado del bienestar como a asegurar la propia viabilidad de su prestación. Está bien meter la tijera para reducir gastos superfluos y sanear unas cuentas públicas que comprometen el futuro del país. Pero debe hacerse con tino, buscando consensos, sin agraviar a aquellos que son la base del sistema educativo y sin renunciar a la legítima aspiración de que nuestra enseñanza abandone el ‘aurea mediocritas’ en las que nos sitúa siempre los informes Pisa. Ya nos advirtió Einstein: «Si la educación te parece cara, prueba con la ignorancia».

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