Cinco meses después del inicio de la represión en Siria, los observadores de la Liga Árabe han confirmado hoy que existen violaciones de los derechos humanos en la ciudad de Homs, el enclave más castigado por el régimen de Bachar Al Asad. Cerrado a cal y canto a los periodistas occidentales, Siria acumularía ya más de dos mil muertos y un número elevado de encarcelados por las revueltas más importantes acaecidas en el país desde que quedó bajo el control de la familia Asad. Son ya cuarenta años de represión y violencia en uno de los países más fascinantes de Oriente Próximo. La primera vez que entré en Damasco, en el año 1975, lo hice desde Amman a través de una rectilínea carretera desde donde se podían ver a lo lejos el fuego cruzado entre las tropas sirias e israelíes. Oficialmente no había declarada una guerra entre ambos países en esos momentos, pero el intercambio de disparos de artillería era una práctica habitual en la zona fronteriza. Yo tenía catorce años y la estampa de la polvareda producida por la caída de morteros, vista desde el asiento trasero del automóvil que conducía mi padre, me dejó tan impresionado como la belleza de Damasco, una extraña combinación de modernas avenidas de inspiración francesa y un laberíntico zoco donde el tiempo se detuvo en el medievo, atesorando todo tipo de joyas en forma de alfombras, muebles de madera con adornos de nácar y otras hermosas piezas de artesanía. Aquella ciudad en la que cohabitaban los modernos snack bar con la podedumbre más antihigiénica de sus más antiguas callejuelas se me quedó grabada para siempre. Como aquellas otras imágenes que antes de entrar en ese país pude ver desde Amman: la televisión oficial siria tenía la costumbre de retransmitir el ahorcamiento de los condenados a muerte. Sin cortes publicitarios y hasta que el reo expiraba. La violencia, cuarenta años después, sigue enquistada en Siria. ¿Acabará algún día?