El proyecto de reforma educativa, la séptima en cuatro décadas, acaba de pasar por la mesa del Consejo de Ministros y como era de esperar ha suscitado todo tipo de reacciones. Salimos a un cambio legislativo cada seis años, lo que da buena idea, como se ha dicho con razón, de que además de un problema de calidad de la enseñanza tenemos uno más profundo de calidad política. Sea beneficiosa o perjudicial, lo más probable es que la ley estará en vigor hasta que el Gobierno central cambie de color. Y con la siguiente reforma sucederá lo mismo. Es tan grande el peso ideológico con el que los partidos políticos encaran el diseño del modelo educativo que la consecución de un acuerdo previo entre las dos grandes formaciones es una pura quimera, para desgracia de todos. Si al menos el debate se orientará a aspectos puramente educativos, el anteproyecto de ley tendría la virtualidad de situar en el centro de la agenda pública el tema de fondo más importante para el futuro de España. Me temo, sin embargo, que no va a ser así. De hecho, la discusión ya está anclada en la decisión de elevar un 10% el conjunto de contenidos que fijará el Ministerio a las comunidades autónomas. El titular de Educación, José Ignacio Wert, argumenta que el objetivo no es otro que incrementar el número de horas de inglés, matemáticas y ciencias, en línea con las recomendaciones de los informes internacionales. Pero los gobiernos vasco y catalán ya han puesto el grito en el cielo, hablando por enésima vez de recentralización e invasión de competencias. Aún no se conoce la letra pequeña del anteproyecto, ni un aspecto igualmente importante como es su dotación presupuestaria, pero si hay un punto realmente discutible, que por supuesto los hay, no es precisamente ése. Sin embargo, a los nacionalistas todo esto les viene como anillo al dedo porque quieren colocar todo el foco en sus aspiraciones separatistas. Si hoy asistimos a una importante corriente de opinión favorable al independentismo es precisamente porque los nacionalistas catalanes y vascos han abusado de sus competencias educativas para reescribir la historia y adoctrinar en las escuelas. En ello están desde hace décadas. Quienes proclaman que asistimos a un proceso de involución autonómica ya no ocultan que su prioridad es el desmembramiento del país. Es lo único positivo que se deriva de tener las cartas boca arriba. El mismo lamento victimista volverá a oirse cuando llegue al Parlamento la Ley de Unidad de Mercado, que avanzó esta semana el secretario de Estado de Comercio, Jaime García-Legaz. Desde hace años, las empresas españolas y extranjeras denuncian que la disparidad de normativas estatales, autonómicas y locales han urdido un laberinto burocrático que frena la libre circulación de productos y les resta competitividad. Acabar con toda clase de barreras autonómicas y estatales que lastran nuestro crecimiento económico, como en su día hicieron Alemania o Canadá, debería ser un imperativo prioritario con el país en plena recesión. Si hubiera voluntad y altura de miras podría avanzarse en la resolución de este lastre sin perder el adecuado control administrativo. Bastaría con pensar más en el interés general, conducir con las luces largas y recuperar, aunque solo fuera un poco, esa capacidad de consenso que un día tuvimos.