La figura del Defensor del Pueblo, creada por la Constitución como garante de los derechos fundamentales de los españoles, ha tenido efectos positivos, pese a que sus competencias no son ejecutivas y sus informes a las Cortes no tienen carácter vinculante, sino meramente informativos y de recomendación. Pero que haya doce defensores en distintos territorios autonómicos resulta muy discutible en un contexto donde el gasto público debe reservarse para lo esencial, evitando todo tipo de duplicidades administrativas. Esa ha sido siempre nuestra posición. Por tanto, la decisión de eliminar esta institución en la Región nos parece adecuada. Vista la gestión de la crisis en los últimos años habría sido más útil crear un organismo independiente que auditara la cuentas públicas regionales que la figura del Defensor del Pueblo. Entre otras cosas porque ya existía una comisión en la Asamblea que daba curso a las quejas ciudadanas, que es lo que ha estado haciendo fundamentalmente esa nueva institución en estos cuatro años. Tanto el nacimiento como la defunción de la figura del Defensor del Pueblo han sido decisiones políticas motivadas por situaciones coyunturales de distinta índole. Ni se creó como respuesta a una clamorosa demanda ciudadana ni originará grandes lamentos si su función se mantiene asociada a la Asamblea, lo deseable ahora porque nunca ha habido más abusos contra los administrados. La prueba de que surge por decisión política fue la persona elegida. Lo aconsejable habría sido buscar a alguien con predicamento social y sin vínculos con el partido del Gobierno para que la institución naciera con visos de credibilidad e independencia. Sin embargo, se optó por nombrar a José Pablo Ruiz Abellán, miembro de la generación del PP que estuvo en los tiempos duros previos a la conquista del poder en 1995 y que había ocupado distintas carteras en el Gobierno regional. Al PSOE no le pareció mal si se designaba como número dos a un político afín, como así ocurrió. Pese a todo, Ruiz Abellán ha actuado con independencia, aunque eso más que un mérito es una obligación. La cuestión de fondo es si la institución ha servido realmente para algo más que para enviar varios miles de escritos a las administraciones, absorbiendo un presupuesto anual que rondaba el 1.600.000 euros. Me consta que los funcionarios de la institución trabajaron bien y mucho, pero el bagaje que deja Ruiz Abellán, hombre con fama de buena persona, es de escaso fuste en lo cualitativo en esta etapa de Defensor. Sería injusto calificar su labor de estéril, pero apenas tuvo incidencia en aspectos legislativos ni se le recordará por algún hecho excepcional. El tono de la institución fue plano, aun cuando ha habido circunstancias, desde el ‘tarifazo’ de Latbus a los dramáticos desahucios, donde debió oirse al Defensor del Pueblo, aunque fuera con su templado timbre habitual. Hace tiempo, cuando comenzaban a ponerse en solfa la figura de los defensores autonómicos, Ruiz Abellán me expresó su preocupación por el desconocimiento general sobre la labor que desempeñaba la institución. Así era, pero así siguió hasta el último minuto, recluido por voluntad propia en un invisible segundo plano. A la postre, el Defensor del Pueblo no supo hacerse imprescindible y eso, en estos días de recortes, le hacía indefendible.