Alberto Ruiz Gallardón ha conseguido el más difícil todavía como ministro de Justicia al poner de acuerdo, en su contra, a todas las asociaciones de jueces, fiscales y abogados con una ley de tasas judiciales que, en palabras pronunciadas en Murcia por el propio presidente del CGPJ y del Tribunal Supremo, Gonzalo Moliner, es «difícilmente explicable». Es cierto que padecemos un exceso de litigiosidad que ralentiza la acción de la Justicia y sobrecarga de trabajo a los tribunales hasta límites insospechados. También lo es que, para encarar este problema, muchos países eligen la vía de las tasas y del impulso de los mecanismos de mediación. Pero cuando todos en el mundo de la Justicia, sin excepción, consideran «desproporcionadas» las cuantías fijadas habrá que concluir que el ministro traspasa el umbral de lo razonable. Con tasas que van de los 100 a los 1.200 euros, nos encontramos ante el riesgo real de provocar una discriminación, por criterios económicos, en el acceso a la juridiscción civil, social y contencioso-administrativa. Pagar 1.200 euros por un recurso de casación, cuando la mitad de los murcianos viven con menos de mil euros al mes, es injustificable a todas luces porque puede quebrarse la tutela judicial efectiva, uno de los pilares del Estado de Derecho. La desproporción nos conduce también al disparate si para recurrir una multa de 100 euros por una infracción de tráfico hay que pagar primero 200. Tampoco avanzamos en la buena dirección si a todos los obstáculos que sufren las víctimas de la violencia de género le sumamos la obligación de pagar entre 300 y 812 euros, según los casos, para plantear demandas de separación o divorcio. En su frenesí reformista, Gallardón impulsó por procedimiento de urgencia una ley que tuvo que suspenderse el día de su entrada en vigor por falta de justificantes de pago en los tribunales. Esa es la prueba palpable de que el ministro va demasiado deprisa, y quizá muy lejos, con una ley no suficientemente meditada que puede abocarnos a un estado de indefensión en lugar de a una modernización y mejora de la Justicia. La imposición de tasas de semejantes proporciones tendría efectos perversos si en lugar de promover soluciones extrajudiciales, como pretende, beneficia por ejemplo a los morosos, que ahora serán más renuentes a pagar a sabiendas de que quienes le reclaman una deuda deben pagar primero para intentar recuperar lo que es suyo. Mala iniciativa ha puesto en marcha el ministro si se agiliza la Administración, que no la Justicia, a costa de favorecer los impagos. Las encuestas siempre señalaron al exalcalde y expresidente de Madrid como el político mejor valorado del PP por esa vitola de moderado en lo ideológico que se ajusta al perfil del llamado centro reformista. Pero esa imagen pública comienza a deteriorarse a velocidad de vértigo, entre otras cosas, por su tendencia natural a la desmesura cuando se lanza, siempre de cabeza, a un proyecto. El ímpetu es un activo en política, pero solo cuando va precedido de reflexión y diálogo con todas las partes implicadas.