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Por qué fracasan los países

Uno de los libros de mayor repercusión internacional durante 2012 lleva por título ‘Por qué fracasan los países’ y ha sido escrito por el economista Daron Acemoglu, del MIT de Boston, y por el especialista en ciencia política James Robinson, de la Universidad de Harvard. Esta obra es fruto de quince años de investigación sobre las causas de la prosperidad y la pobreza de las naciones, a través de un análisis histórico de las claves del ascenso y del declive del Imperio Romano, la Venecia medieval, la extinta Unión Soviética, la Europa del siglo XX y la China actual. La tesis de este ensayo, recomendado por varios premios Nobel de Economía, es que el crecimiento o la decadencia de los países no está determinado por factores climáticos, culturales o morales, sino que depende de cómo las sociedades organizan sus estructuras de poder. Hay numerosos ejemplos que sostienen esta teoría, pero puede valer, por ser uno de los más evidentes, el caso de Corea del Norte, una de las naciones con más miseria del mundo, y el de Corea del Sur, una de las más boyantes. Para ambos autores, el factor clave es la calidad de las instituciones porque, si la política no funciona bien, tampoco lo hará la economía, al menos de manera sostenible. Los países fracasan cuando las instituciones que articulan el poder son ‘extractivas’. En esas sociedades abocadas a la depauperación, siempre hay un reducido número de individuos que concentran las decisiones, actuando en beneficio de una élite y sin crear las condiciones idóneas para que el conjunto de la población invierta, innove, mejore su nivel educativo y acceda a las nuevas tecnologías. Por el contrario, los territorios que prosperan son aquellos que gozan de instituciones ‘inclusivas’, en las que muchas personas y colectivos de la sociedad civil participan en los procesos de gobierno y se promueve la inversión, el trabajo, la igualdad de oportunidades y la generación de riqueza en capas amplias de la sociedad. De esta forma, los países ricos lo son porque tienen instituciones políticas sólidas preocupadas por el bienestar ciudadano. Así, para Acemoglu y Robinson, el espectacular crecimiento de China, un claro ejemplo de nación ‘extractiva’, no será sostenible en el tiempo. A la luz de este libro surgen muchas preguntas sobre las deficiencias del modelo económico y político, tanto en el conjunto de España como en la Región, que afloran con el reventón de la crisis. ¿Nos comportamos como una sociedad ‘extractiva’ durante los años de bonanza? ¿Se dedicaron las élites dirigentes a promover una mejora de la calidad educativa y de la innovación en el tejido productivo? ¿Favorecieron las instituciones políticas la participación en la toma de decisiones? Ahora que el ascensor social está fuera de servicio, atiborrado de ciudadanos empobrecidos en las plantas menos ‘nobles’ de este edificio enfermo, la reconstrucción de nuestra sociedad tiene que partir de un profundo examen de conciencia. Sería aconsejable asumir desde ya que la prosperidad futura no está garantizada por muchas horas de sol que disfrute un territorio, o por el espíritu emprendedor de sus gentes, si no hay avances reales en la calidad democrática de sus estructuras de poder.

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