No cabe imaginar mayor revés para el estado de ánimo de un país empobrecido por la crisis que esta sucesión imparable de casos de corrupción política. En momentos de enorme sacrificio personal de millones de ciudadanos, la cascada de corruptelas investigadas por los tribunales desencadenan un brutal desánimo colectivo y una percepción generalizada de vivir en un lodazal donde se malversa el dinero de los parados, se cobran comisiones para la financiación de los partidos, se vulnera la ley para conseguir fines políticos y se evade dinero a cuentas opacas en paraísos fiscales. Es una infección sistémica que afecta, en mayor o menor medida, a todos los territorios y a todos los partidos políticos. El caso del extesorero del Partido Popular, Luis Bárcenas, y su cuenta de 22 millones de euros en un banco suizo, es el último capítulo indecente de un mal ya endémico que carcome nuestro sistema democrático. Nos encontramos ante un episodio de tal gravedad que resulta también insorportable para los numerosos políticos honrados que se ven estigmatizados por esta pestilente lacra. Pero si la reacción del PP se queda solo en palabras más o menos altisonantes de condena, y no contribuye a aclarar cuál era el origen y el destino de ese dinero ocultado a Hacienda, perpetuará los errores cometidos tradicionalmente por los partidos políticos, preocupados casi exclusivamente en minimizar el desgaste inmediato para no dar ventajas al adversario. El ‘caso Bárcenas’ ha explotado de lleno en el núcleo del aparato organizativo del PP y solo con una reacción decidida y transparente podrá restituir la quiebra de confianza producida en la ciudadanía. Ya no basta con apartar las manzanas podridas del cesto. Tampoco son suficientes los códigos de buenas prácticas que luego se incumplen y pocas veces desembocan en la asunción de responsabilidades políticas. Lo que a gritos pide la ciudadanía a los dirigentes de todos los partidos son posiciones proactivas e inflexibles, sin dobles varas de medir, que actúen de cortafuegos para estos injustificables comportamientos. Se equivocan quienes piensen que esta tormenta pasará cuando mejore la economía. Vivimos una auténtica crisis de país, donde la pérdida de valores democráticos está minando a velocidad de vértigo la credibilidad de sus principales instituciones. Si no se acompasan las reformas para dinamizar la actividad económica con otras de carácter político que garanticen la limpieza del juego democrático no se superará la creciente decepción colectiva con un sistema político de libertades que en su día exhibimos con orgullo. Puede que el deterioro en los sondeos que muestran los dos grandes partidos de gobierno esté muy determinado por la gestión de la crisis, pero también por la gigantesca ola de indignación ante la corrupción que brota periódicamente en sus filas. Las conductas amorales surgen en todos los ámbitos de la sociedad. Sería absurdo pensar que solo anidan en los partidos, pero son los cargos electos quienes tienen la responsabilidad y los instrumentos necesarios para cortar de raíz esta peligrosa metástasis. La historia juzgará individualmente a cada dirigente en buena medida por su implicación en la lucha contra este problema vergonzante que arrastramos desde hace ya demasiadas décadas.