En la espiral de las presuntas corruptelas de Bárcenas, Urdangarin, los ERE de Andalucía, el caso ITV de Cataluña… hay un poso común que deja una agobiante sensación en muchos ciudadanos que asisten atónitos a este torrente de inmundicia. Me refiero a la pérdida del sentido de la culpa de los protagonistas de estos hechos vergonzantes. Lo sorprendente ya no es tanto el volumen de casos como la reacción de los implicados y de aquellos que están próximos. Más aún cuando fuera vemos que un exministro británico renuncia a su escaño de diputado por mentir sobre una multa de tráfico o que la ministra alemana de Educación deja su cargo por el plagio de una tesis doctoral. En la casuística española raro es encontrar quien se sonroje de su fechoría y luego dimita, aunque sea a empujones de los suyos. A lo que estamos acostumbrados es a que el pillado en un renuncio se oculte tras una cortina de silencio a la espera de que el desenlace judicial le sea favorable. A propósito de estos comportamientos, la filósofa Victoria Camps, premio nacional de ensayo por su obra ‘El gobierno de las emociones’, decía días atrás en ‘La Vanguardia’ que el gran déficit de las democracias consiste en no haber sido capaces de forjar un carácter ciudadano que haga difícilmente tolerable estas conductas. Para Camps, este fenómeno estaría vinculado a la desaparición de ciertas emociones sociales, como la vergüenza y la culpa. Si la corrupción no tuvo castigo electoral en las últimas décadas quizá se deba a esa pérdida de valores éticos que de alguna forma legitimaron la búsqueda del interés individual frente al colectivo en todas las esferas de la vida. «Que cada palo aguante su vela», esa frase pronunciada por Cospedal al inicio de esta crisis, dice mucho de esta falta de sentido de la responsabilidad mutua. Puede que así se explique el hecho de que Rajoy muestre sus declaraciones de la renta desde 2003, pero no haya pedido públicamente perdón por haber cobijado a quien, teniendo encomendadas las cuentas del PP, amasó una fortuna de 22 millones a espaldas de Hacienda. Es natural la defensa de la honorabilidad propia y la de toda una organización, pero no que ésta no vaya precedida por una disculpa pública por los hechos amorales ya acreditados y por una condena enérgica como máximo responsable de ese partido. Y conste que esta ausencia generalizada del sentido de la culpa vale tanto para la cuenta de Bárcenas en Suiza como para el expolio del dinero público destinado a los parados andaluces. De no asumir responsabilidades pasamos a ni siquiera hacer un gesto de contrición por el daño a la moral colectiva y a nuestra imagen como país. Rajoy todavía confiaba ayer en poder zanjar la polémica de los supuestos cobros en B con un ejercicio inédito de transparencia, pero creo que será insuficiente porque no despeja todos los interrogantes y aún no se ha consumado una querella contra el extesorero.