Las crisis financiera y política polarizan la atención de instituciones y agentes sociales, nacionales e internacionales, sin querer percatarnos de que ambos fenómenos son afluentes de otra crisis superior. Antes de que la economía implosionara en 2008 ya se había producido un progresivo desplome de ideas, valores y referentes intelectuales, en un mundo globalizado donde las viejas ideologías habían quedado caducas y se habían esfumado muchos de los principios más arraigados de la ética social. Desde entonces, los líderes políticos intentan renovar sus señas identitarias, o articular otras nuevas, para adaptarse a un veloz cambio de época que no acabamos de entender. Asistimos a una proliferación de fundaciones y organizaciones que pretenden ser laboratorios de ideas, pero lo cierto es que el manantial del pensamiento contemporáneo está medio seco. Si algo nos faltaba ahora, además de la depresión de la economía y de la confianza en las instituciones democráticas, era una crisis espiritual que añadiera, a la falta de liderazgo político, una ausencia de liderazgo moral. Por todo eso, y porque los precedentes se remontan varios siglos atrás, la inesperada renuncia de Benedicto XVI conmocionó al mundo. En cuestión de días, la silla de Pedro volverá a estar ocupada por alguien con la fuerza que le flaqueaba al frágil Ratzinger. Lo que será muy difícil, a priori, es que su sustituto pueda superar su talla intelectual. En su pontificado hay sombras y luces, fracasos y éxitos, pero lo que muy pocos discuten es el valor de sus escritos, en especial una de sus tres encíclicas, ‘Caritas in veritate’, de marcado carácter social y rabiosamente incardinada con la realidad política y económica que vivimos. Redactada durante dos años y presentada en 2009, en vísperas de una reunión del G-8, ‘Caritas in veritate’ es una de las obras de pensamiento más clarividentes alumbradas desde aquella fatídica quiebra de Lehmann Brothers. En esa encíclica, Benedicto XVI actualizó la doctrina social de la Iglesia y dejó profundas reflexiones, para creyentes y agnósticos, que en la antesala de su relevo no conviene olvidar dado que los problemas que abordaba no han desaparecido aún. Ante los nuevos desafíos, el Papa emérito defendió que el ser humano está por encima de la economía y que, por tanto, debe ser el principal capital que se ha de salvaguardar en una sociedad en vías de globalización, que debe articularse bajo los criterios de la justicia y el bien común. Atribuyó el origen de la crisis a un déficit de ética en las estructuras económicas, por lo que instó a las empresas a guíarse por principios como la honestidad y la responsabilidad. Y abogó por preservar un papel activo del Estado, por fortalecer las nuevas formas de participación de la sociedad civil y por el respeto al medio ambiente. El Papa pensador permanecerá ahora «escondido para el mundo», pero nos queda su obra, lúcida, valiente y comprometida.