Aquel verano de 2006, cuando mi entonces compañera Cristina de la Hoz desconectó la grabadora, Mariano Rajoy se liberó de esa tensión que le produce responder a preguntas y la conversación tras la entrevista en su despacho de Génova pasó de la actualidad política al deporte y de ahí, no recuerdo por qué, al relato de un desagradable episodio vivido por el hoy presidente del Gobierno cuando, a cuenta de la gestión del caso ‘Prestige’, fue increpado por un grupo de personas mientras paseaba por El Grove con su mujer. Ese suceso es uno más de los miles que han vivido los políticos, de todos los partidos, desde el inicio de la democracia. Los han sufrido también Zapatero, Bono, Valcárcel… e innumerables modestos concejales de todas las formaciones en pequeños y grandes municipios. Ninguno comparable a los acontecidos durante décadas en un País Vasco amenazado por el terrorismo de ETA. Nada hay peor que vivir con el miedo a morir de un tiro en la nuca o por una bomba colocada bajo el coche. Lo saben bien las familias de numerosos políticos, pero también de empresarios, periodistas, policías… A raíz de la campaña de escrache de la plataforma antidesahucios, el acoso a los representantes públicos vuelve al primer plano. Hace lo correcto el PP al denunciarlo y también Rubalcaba al calificarlo de ‘presión injustificable’. La legítima protesta, aunque sea pacífica, resulta inaceptable cuando se desplaza del espacio público a la esfera privada y deviene en acoso personal. Pero el acto reflejo no puede ser criminalizar a todos los grupos antidesahucios o convertir este asunto, por grave que sea, en el centro del debate, orillando la atención sobre todo lo demás. Si fuera por la intensidad y extensión del grado de intimidación, habría razones para anteponer a otros colectivos en el escaparate público. Solo de enero a junio de 2012 se comunicaron en la Región de Murcia 88 agresiones de médicos, de las cuales 35 se denunciaron en hospitales y 53 en centros de atención primaria. Y en toda España, 3.352 docentes manifestaron durante el curso pasado que sufrieron situaciones de conflictividad y violencia en las aulas. Son muchos los colectivos y profesionales que se sienten hoy injustamente acosados, maltratados o insultados. Como todos los españoles, los políticos tienen los cauces propios del Estado de Derecho para defender su honor y la integridad de ellos y sus familias. Si alguno se siente injuriado o intimidado, lo que debe hacer es denunciarlo en los tribunales y dejar a un lado el victimismo. Ahora, cuando ni España ni la Región están precisamente en el punto álgido de su imagen reputacional, los dirigentes políticos no deben transmitir lamentos personales, sino liderazgo, fortaleza, templanza y capacidad para encajar la crítica razonada. De lo contrario no generarán confianza ni proyectarán la sensación de estar centrados y en condiciones de solucionar esta crisis.