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Los tres príncipes de Serendip

Como pocas cosas salen a derechas (o a izquierdas, si se prefiere), la política se ha convertido en el arte de tener una explicación para casi todo. Cristóbal Montoro («lo que me falta es dinero») y Pedro Solbes («no mentí, aunque tal vez edulcoré la realidad») son dos ejemplos a mano por cercanía temporal. Esta forma de hacer política sirve de poco, pero facilita su ejercicio. Sobre todo en segunda y tercera división, porque no es necesario tener muy desarrollados los lóbulos frontales del cerebro. Si no se logran los objetivos prometidos, o se incumplen compromisos electorales, basta para salir airoso con el argumento de la herencia recibida, un relato factual con verosimilitud retrospectiva y un buen patadón del balón hacia adelante. Políticos con mucha materia gris hay, pero el sistema prioriza otros méritos. De hecho, para sobrevivir no siempre conviene exhibir inteligencia. Esa es la molla de la fábula persa ‘Los tres príncipes de Serendip’, de rabiosa actualidad regional, salvando las distancias, porque explica la prudencia, en público, del trío de candidatos a suceder a Valcárcel. Educados con los mejores profesores, los príncipes eran hijos del arquitecto del sha de Persia, que los mandó a la India para servir al Gran Mogol. En el viaje, los tres intentaron deslumbrarse mutuamente deduciendo de forma asombrosa los detalles del robo de un camello. Con tal exactitud reconstruyeron unos hechos que no vieron que, al llegar a Kandahar, fueron acusados de ese delito y condenados por el emir. Se libraron de la ejecución por la aparición de un testigo y, al filo de la tragedia, aprendieron la virtud de la cautela a la hora de mostrar su inteligencia. O sus opiniones personales, añado yo. Con algún que otro desliz, en eso está ahora la terna sucesoria. Quien sea elegido, si vence en las urnas, ya tendrá tarea para reflotar una Región que recuerda al barco fenicio de Mazarrón, tocando fondo porque probablemente zarpó de puerto sobrecargado en época de opulencia. (No aventuraré más detalles del hundimiento, no vaya a ser que acierte y alguien me culpe del desastre). El pasado se puede reconstruir, pero el futuro es impredecible. Ahora nos preocupa un presente que cada día nos da un baño de realidad a ritmo de ducha escocesa. Los chorros de agua caliente (las cifras de exportación y de creación de empresas que propaga el Gobierno) son de escaso efecto balsámico porque de inmediato arrecian los jarros de agua fría (la Encuesta de Población Activa y las estadísticas del INE sobre la pobreza en la Región). El cuerpo social tiene abiertos todos los poros, pero con tanta tonificación está a pique de reventar. El único consuelo es que igual descubrimos algo positivo mientras buscamos la salida a la crisis. A esos hallazgos accidentales se les llama ‘serendipias’, término que acuñó en el siglo XIX el escritor Horace Walpole, al hilo de la citada fábula. Con suerte quizá emerja otro discurso político que aúne inteligencia y empatía. Ojalá que sea pronto. La ciudadanía está harta de tanto cuento, chino o persa.

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