Decía Manuel Azaña que «si cada español hablara de lo que sabe y solo de lo que sabe, se haría un gran silencio nacional que podríamos aprovechar para estudiar». Lo dijo mucho antes de que irrumpieran las tertulias de televisión y radio, pero es que nos viene de lejos ese desparpajo y arrojo para hablar, en una misma sentada y sentando cátedra, del Código Penal, del ADN de Atapuerca o de la prima de riesgo. Todo ello con un rasgo muy nuestro que subrayaba Ortega: «En España, de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa». Basta poco para que los ánimos se recalienten y los debates acaben a garrotazos goyescos en forma de improperios y desligitimaciones mutuas. Pero se está con la libertad de expresión o no se está. Y gracias a que está blindada en la Constitución se oye con fuerza el clamor de la ciudadanía ante atropellos mayúsculos, como la abortada subida del 11% en el recibo de la luz. Salvo los ‘agujeros negros’ de la galaxia, no hay nada más opaco e inextricable que nuestro modelo energético, desde las subastas que fijan el precio del kilovatio a ese rompecabezas mensual al que llamamos factura de la luz. La inmensa mayoría desconocemos cómo diablos funciona el sistema de regulación de precios, pero no se nos escapa, porque lo notamos en el bolsillo, que nuestros recibos subieron tres veces en los últimos nueve meses. No seremos sabios, pero tampoco majaderos. Como el sablazo era tan escandaloso, y hay elecciones a la vista, el ‘tarifazo’ fue anulado por el ministro Soria, cuyas explicaciones públicas me traen a la memoria otras palabras de Azaña: «No me importa que un político no sepa hablar, lo que me preocupa es que no sepa de lo que habla». El Gobierno debe ahora improvisar un nuevo modelo para establecer los precios, que aprobará por decreto. Lo desconcertante es que este cambio no estaba previsto en la reforma del sector eléctrico, cuyas enmiendas se debatieron el jueves en el Parlamento. Es verdad que el Gobierno cumple con su responsabilidad al abordar el problema del déficit tarifario, que se inicia en 2002 cuando el exvicepresidente Rato estableció que la luz no podía subir más que el IPC. Como los costes de generación de electricidad crecían muy por encima del precio que pagamos, se fue acumulando una deuda con el sector, tampoco resuelta por los Gobiernos del PSOE, que llega ya a 30.000 millones. El problema es que la ley de Soria parece otro parche de dudosa eficacia, que elimina además las primas a la fotovoltaica, un cambio de reglas de juego que perjudica a miles de inversores murcianos. Se puede estar a favor o en contra de esta reforma, pero es imposible las dos cosas a la vez, como pretende el PP murciano, que la apoya en el Congreso de los Diputados mientras el Gobierno regional pretende tumbarla en el Constitucional por el trato a la fotovoltaica. También ahí hay un déficit. De coherencia política. Subsanarlo exige una pronta y convincente explicación pública.