No estamos ante un simple relevo sino ante un cambio trascendental para abrir una etapa en la institución monárquica con un decidido impulso regenerador
Los momentos de tensión e incertidumbre vividos mientras el cohete Ariane ascendía al espacio desde la selva de la Guayana francesa acabaron con un estallido de alegría en la Sala Júpiter del centro espacial de Kourou. A las 8.22 hora local, la 1.22 de la madrugada en España del 11 de septiembre de 1992, el jefe de operaciones acaba de anunciar la puesta en órbita del primer satélite español, el ‘Hispasat 1A’. Los enviados especiales transmitimos las crónicas a nuestros periódicos y nos dirigimos a la sala de prensa para recabar las declaraciones del ministro de Obras Públicas y Transportes, José Borrell, y de la secretaria general de Comunicaciones, Elena Salgado. La sorpresa llegó cuando Borrell compareció acompañado por el Príncipe de Asturias, que encabezaba la delegación española, alrededor de un centenar de representantes de la Administración y la industria española. Era la primera vez que Don Felipe respondía directamente a preguntas de un grupo de periodistas, como aquella noche nos recordó, con mucho énfasis, Carmen Enríquez, la periodista de RTVE que seguía la actividad diaria de la Casa del Rey. Y Don Felipe lo hizo con una madurez y seguridad impropia de un joven de solo 24 años. Solo unas semanas antes, había sido el abanderado del equipo español en los Juegos de Barcelona, el gran hito de 1992 junto a la Expo de Sevilla. El lanzamiento del ‘Hispasat’ no hacía sino coronar un año mágico para España, un año en el que la proyección de Don Felipe adquirió una dimensión hasta entonces desconocida.
Veintidós años después, en unas circunstancias políticas, sociales y económicas diametralmente opuestas, el primogénito de Don Juan Carlos encara ahora el momento crucial para el que se ha preparado durante las últimas décadas. En un último servicio a España, el Rey hizo ayer de nuevo historia al anunciar que abdica en su hijo para garantizar la «estabilidad», «seña de identidad de la institución monárquica». Mermado por su debilitada salud, cumplidos ya los 76 años, Don Juan Carlos pone fin a un reinado donde son muchos más abundantes los aciertos que los errores. Y lo hace con una decisión regida por los mismos principios de servicio a España y a la Corona que inspiraron a Don Juan de Borbón cuando en 1997 renunció oficialmente a sus derechos dinásticos en favor de su hijo Juan Carlos. No se equivoca el Rey cuando, en la peor crisis social del país en décadas, también para la institución monárquica, decide dar paso a Don Felipe y con él a una generación más joven y decidida -como dijo Don Juan Carlos- «a emprender con determinación las transformaciones y reformas que la coyuntura actual está demandando».
Se podrá cuestionar el momento preciso del relevo, en pleno desafío independentista catalán y con la preocupante crisis política acentuada por el retroceso electoral de los grandes partidos. Sin duda, estamos ante uno de los momentos más delicados de la democracia española. Pero por ese mismo motivo, y así lo habría entendido el Rey, resultaba urgente reforzar la Monarquía parlamentaria ante un horizonte incierto, una tarea que solo podía culminarse con la abdicación. De ahí la insistencia de Don Juan Carlos en su mensaje televisado de que el Príncipe de Asturias representa «estabilidad» para la Corona y para el país. Es la misma opción escogida por otras monarquías constitucionales europeas, como Holanda y Bélgica, en parecidas tesituras.
Haber postergado esta decisión a después de las elecciones generales de 2015 habría sido enfrentarse al vértigo de un Parlamento posiblemente muy dividido, si continúan o se agudizan las tendencias electorales que lastran a los dos principales partidos del Parlamento. No estamos ante una decisión improvisada. Don Juan Carlos dijo ayer que empezó a sopesar la abdicación en enero pasado, a la vista de las complicaciones limitantes surgidas tras las distintas operaciones a la que había sido sometido. Ya el año pasado, justo cuando arreciaba el ‘caso Noos’ por la imputación de Iñaki Urdangarin y la llamada a declarar de la infanta Doña Cristina, hubo indicios de que la renuncia al trono era una de las salidas más plausibles para la incuestionable crisis originada por la reprobable conducta del yerno del Rey. Es indiscutible la trascendencia y el impacto de la noticia transmitida en directo desde Zarzuela por Rajoy, pero todo indica que el relevo en la Corona se hará con tranquilidad y normalidad democrática.
El debate entre Monarquía y República, suscitado por IU y otras formaciones a la izquierda del PSOE, es tan legítimo como inoportuno. Suficientes problemas reales atraviesa el país en esta etapa crítica de nuestra vida en común. La monarquía parlamentaria y constitucional es la opción de países tan democráticos como el Reino Unido o los países nórdicos, donde pervive no por razones de tradición, sino de utilidad. En el marco constitucional español, la jefatura del Estado reúne en la figura del Rey todas las garantías precisas para blindar a la más alta institución del juego de intereses partidistas. Don Felipe, muy pronto Felipe VI, estará a la altura de las circunstancias históricas, que exigen de un impulso en todas las instancias del Estado para avanzar en cuantas reformas políticas y económicas sean necesarias para mejorar la calidad de nuestra democracia. El Príncipe es garantía de futuro y de estabilidad. Aquel joven que ya representaba brillantemente a España hace 22 años lo hará ahora con la experiencia y la madurez acumulada en las últimas dos décadas, relanzando nuestra proyección en la comunidad internacional. Felipe VI será un rey adaptado a los nuevos tiempos. No lo tendrá fácil. El ‘caso Urdangarin’ está cerca de la fase de apertura de juicio oral y el futuro procesal de su hermana Cristina aún está en el aire. Se le va a exigir mucho al futuro Rey por una ciudadanía muy sensibilizada, que le exigirá ejemplaridad en el comportamiento y mucha transparencia en las cuentas de Zarzuela.
Por todo ello, no estamos ante un simple relevo sino ante un cambio trascendental que debe abrir una nueva etapa en la institución monárquica, necesitada de profundas reformas. como el resto de las instituciones fundamentales del Estado. Con la abdicación de Don Juan Carlos se cierra definitivamente la Transición, cuyo penúltimo capítulo habría sido la muerte hace escasos meses del expresidente Adolfo Suárez. La dimensión histórica del Rey que deja el trono acabará poniendo en su sitio las innumerables luces de la mayor parte de su largo reinado y las contadas sombras de un ocaso accidentado. Don Juan Carlos no ha dicho adiós de manera protocolaria sino plenamente consciente, como lo reflejó nítidamente en su mensaje, de los anhelos de la sociedad española por una renovación y una profundización en las reformas democráticas. Un Rey que pidió públicamente perdón por su polémico viaje a Bostwana también ha sido capaz de asumir con generosidad la necesidad de ceder paso a su hijo, que encarna la España moderna y suficientemente preparada para impulsar en la buena dirección los huracanados vientos de cambio que recorren España. Don Juan Carlos abdica, pero con su marcha voluntaria la Monarquía constitucional pervive como garantía de estabilidad para el país.
En esta jornada para la historia es de justicia reconocerle a Don Juan Carlos que ha sido el Rey de todos los españoles. Los murcianos y alicantinos lo sabemos bien. Acompañado en muchas ocasiones por Doña Sofía, el Rey ha estado cerca de nosotros cuando las catástrofes naturales han azotado el Sureste, pero también en los momentos de alegría y conmemoración. Su estrecho vínculo con la Academia General del Aire de San Javier, la Armada en Cartagena y la base aérea de Alcantarilla le han unido estrechamente a la Región de Murcia, donde es respetado y querido. Nos queda una imborrable huella, de la que han sido testigos ‘La Verdad’ y sus lectores durante 39 años.