Paradójico país el nuestro donde los diputados de IU, la ‘casta’ anticapitalista que goza de aforamiento, piden que el Rey pierda su inviolabilidad a partir del jueves. Era de esperar que, tras el anuncio de la abdicación de Don Juan Carlos, la estrategia de la izquierda situada más allá del PSOE consistiera en lanzar al debate público la disyuntiva entre Monarquía y República, la «cuestión batallona» que decía Pérez Galdos, bajo la errónea premisa de que la segunda es poco menos que un concepto equivalente a democracia. De la necesidad de una segunda transición para regenerar la crisis sistémica de España cada vez hay menos dudas en el conjunto de fuerzas sociales y políticas, pero invocar hoy la República como la solución es propio de quien ha perdido el sentido de la realidad e ignora la historia de su país. En un artículo publicado esta semana, el historiador Juan Pablo Fusi atinaba al alertar sobre la frivolidad del debate y al apuntar que, en la historia democrática española, la Monarquía pudo ser el problema en 1931, pero en 1975 fue la solución. Entre Ortega y Azaña, que con sus aciertos y errores tenían en la cabeza un proyecto nacional, y Cayo Lara y Pablo Iglesias, hay un abismo de dimensiones oceánicas. No existe ni un mínimo respaldo popular ni tampoco los mimbres intelectuales en nuestros líderes para semejante cambio de cesto, por mucho que se discuta formando círculos o en las redes sociales. Las aspiraciones republicanas de una parte de la población son legítimas, pero negar la evidencia de que la monarquía parlamentaria y constitucional proporcionó el más largo periodo de estabilidad democrática y, sobre todo, presentarla como un obstáculo para la necesaria regeneración de la vida pública es caer en la sinrazón por puras motivaciones oportunistas. Lara e Iglesias proponen un referéndum vinculante sin ni siquiera aclarar qué modelo de República proponen, lo que nos retrotrae al siglo XIX cuando, tras la abdicación de Amadeo de Saboya, se instauró a bote pronto la Primera República (1873-1874), de fugaz existencia por la convergencia de la guerra carlista, la revuelta cantonal de Cartagena, el independentismo catalán y la guerra de Cuba, entre otros muchos factores de inestabilidad. De todos ellos, quizá el más relevante fue la incapacidad de radicales y federalistas para ponerse de acuerdo sobre el modelo de Estado. Cómo sería la cosa que, hastiado de debates sobre el asunto, el primer presidente de la República, Estanislao Figueras, llegó a decir en un Consejo de Ministros: «Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: ¡Estoy hasta los cojones de todos nosotros!». Poco después, Figueras salió una mañana de su despacho para dar un paseo por el Retiro, aunque lo cierto es que se dirigió a Atocha y tomó un tren que lo llevó a París. En el despacho se encontró su nota de dimisión. Tan chusco como este episodio nacional son los que nos podrían deparar las propuestas de nuestros populistas orates de hoy.