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La última vez que vi a Alberto Ruiz Gallardón, en una comida junto a otros periodistas en Madrid, me sorprendieron algunas de sus explicaciones sobre la reforma de la ley del aborto y otras iniciativas legislativas que le habían situado en el ojo del huracán. Como después reiteraría en varias ocasiones, el exministro aseguró que el texto normativo sobre la interrupción del embarazo no era una iniciativa personal, sino un encargo del presidente del Gobierno, que respondía a una promesa electoral. En relación a la polémica política y social generada, Gallardón argumentaba que él no era ministro por voluntad popular. No habían sido los ciudadanos quienes le habían designado sino Rajoy, ante quien tenía que responder de un encargo que, como dijo el día de su adiós, sentía «no haber sabido cumplir». El detonante de la caída de quien antaño apabullaba con sus victorias electorales en Madrid, buscando el centro sociológico y con una capacidad política incuestionable, no han sido las protestas de la izquierda, ni los múltiples incendios originados por su gestión en todos los frentes de la Justicia. Ha sido la constatación de que Rajoy había tomado una decisión sin vuelta atrás: aplazar la reforma por el coste electoral que reflejaban los sondeos de Arriola, el asesor de cabecera del presidente. Gallardón enarbolaba la obediencia debida como si fuera una eximente en política e ignorando que, en ese terreno, el cálculo electoral suele prevalecer sobre los principios. Él, que era un animal político, debería saberlo. Ambicioso y con un punto de soberbia, el exministro pecó de ingenuidad. Y eso sorprende en quien siempre mostró la inteligencia necesaria para vencer en las urnas y para sobrevivir en un partido donde siempre fue un verso suelto. Si la modificación de la ley del aborto se lanzó cuando los sondeos apuntaban un desapego del electorado más conservador por la excarcelación de etarras, cabía la posibilidad de que luego otras encuestas de opinión pública pudieran arrinconar la reforma de esta ley, como ha sucedido. Que fuera una promesa programática no garantizaba nada. El propio ministro cambió la propuesta del PP sobre la designación de los vocales del Consejo General del Poder Judicial. Le pregunté en esa ocasión si también en eso cumplía órdenes y cuál era la razón. Contestó sin pestañear, aunque sin resultar convincente: «Hemos constatado que las asociaciones de jueces están muy politizadas». Con todo en contra, Gallardón decidió finalmente apartarse con un aparente gesto de dignidad. Si le queda algún sinsabor, tendrá como bálsamo los 87.400 euros brutos que cobrará al año, de por vida, en el Consejo Consultivo de Madrid.

Posdata: A la vista del incidente del delegado del Gobierno con la Guardia Civil, me viene a la memoria un indubitado gesto de dignidad. El del fundador de la Benemérita, el Duque de Ahumada, que puso su dimisión encima de la mesa del presidente del Gobierno, el general Narváez, para defender a un agente que cumplía órdenes.

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