Treinta y seis años después de la aprobación de la Constitución de 1978, la ley de leyes que ha propiciado el más largo periodo de estabilidad democrática en España, despuntan preocupantes signos de hastío y desencanto que han erosionado la confianza en las principales instituciones del Estado y, lo que es peor, en el propio sistema democrático. La Carta Magna fue fruto de unas circunstancias históricas excepcionales donde todos los actores implicados en ese proyecto constituyente supieron pactar reclamaciones y renuncias en aras de un objetivo común que prevaleció por encima de divergencias ideológicas: la apuesta decidida por la democracia. Casi cuatro décadas después, ese torrente de energía inicial puesta al servicio de ese fin superior se ha ido degradando de forma que la mayor parte de los esfuerzos colectivos se dispersan ahora en multitud de objetivos partidistas que acrecientan esa sensación de país sin proyecto común. La democracia española sufre los efectos de lo que los físicos denominan entropía, una acumulación de energía inútilmente gastada, un incremento de la percepción de desorden interno y una necesidad de hacer esfuerzos descomunales para llegar a consensos básicos. Si los principios de las leyes de la termodinámica pudieran aplicarse a la política habría que concluir que no hay reversibilidad y que este proceso de degradación seguirá en el futuro. A mi juicio, se equivocan quienes sitúan el foco del problema en la Constitución y consideran que, con su puesta al día o su completa revisión, se recuperará esa inyección vigorizante que necesita nuestra democracia. Al contrario, ha sido precisamente la herramienta legal que garantizó la pervivencia del estado de Derecho. Ese es el error de partida de Podemos cuando habla de forma insensata del ‘candado del 78’. Quienes éramos jóvenes en esa época sabemos que la Constitución no solo fue posible por el ‘haraquiri’ de la élite tardofranquista y por una inusual concurrencia de políticos como Suárez y otros. También fue producto del empuje de estudiantes, trabajadores y otros colectivos sociales que presionaron para lograr una arquitectura constitucional que garantizara la democracia. Algunos perdieron la vida en las calles en ese esfuerzo. Orillar el protagonismo del pueblo español en la forja de la Constitución con el fin de que ésta encaje en el discurso populista de la ‘casta’ es indigerible. Comparto la idea de que la Carta Magna debe ser actualizada en el momento propicio y con el máximo acuerdo. Hay aspectos mejorables (unos cuantos compartidos a izquierda y derecha del espectro ideológico), aunque en puntos fundamentales que son hoy objeto de debate se atisba demasiada indefinición y divergencia, así como una escasa voluntad de consenso, quizá porque el clima político ya está en clave electoral. Creo en el futuro de nuestra democracia, pero sospecho que no dependerá tanto de un nuevo articulado de la Constitución como de la recuperación de los principios y valores que la inspiraron en el 78.