La lección más evidente del caso murciano es que las investiduras pueden lograrse con apoyos puntuales, pero éstos no garantizan una gobernabilidad estable y duradera si no hay pactos programáticos que luego se cumplen
Habría poco menos que descender al aterrador antro de Trofonio o consultar a cualquier otro oráculo de la mitología griega para saber quién acabará gobernando España. Pasado un mes de las elecciones y concluida la primera ronda de consultas del Rey, la compleja aritmética parlamentaria sigue siendo un escollo insalvable para los dos principales postulantes. Rajoy dio un paso atrás el viernes, renunciando de momento a intentar la investidura por la falta de apoyos, en un movimiento que no deja de tener un componente de retirada táctica. Le pasa así toda la presión al socialista Pedro Sánchez, que puede verse tentado a aceptar la sorpresiva, y un tanto humillante, oferta de gobierno de coalición lanzada por Pablo Iglesias. Todo un caramelo envenenado a ojos de los guardianes de las esencias socialistas, con esa rocambolesca propuesta de Ministerio de la Plurinacionalidad de España y otras carteras cuyos nombres ya asigna de antemano y premeditadamente el líder de Podemos. En realidad seguimos como estábamos. Con Rajoy aislado y aparentemente petrificado, con Iglesias metiendo presión con golpes de efecto que explotan las debilidades internas de Sánchez y con el líder del PSOE titubeando en una encrucijada de solo dos caminos, uno hacia la Moncloa y otro hacia la nada si resulta desplazado por sus propios barones.
La formación de gobierno en la Región fue mucho más sencilla, en gran medida porque el arco parlamentario no eran tan enrevesado. Al PP de Pedro Antonio Sánchez, que quedó a solo un escaño de la mayoría absoluta, le bastaba con el apoyo de un único grupo, Ciudadanos, lo que consiguió en base a un pacto de investidura. Pero el presidente regional ya sabe lo que significa gobernar con un respaldo parlamentario insuficiente. Antes incluso de que C’s diera por incumplido el pacto, por la presencia de imputados del PP en cargos públicos, ya vio cómo los partidos de la oposición se aliaron para reformar la ley electoral regional en cumplimiento de sus promesas programáticas. Salvo acuerdos puntuales, como el de la llegada del AVE, la relación entre PP y Ciudadanos ha sido tormentosa y hoy es prácticamente inexistente. Ya no es que no pacten, es que ni siquiera se sientan a hablar, mientras la armonía del partido naranja con PSOE y Podemos crece en fluidez. A día de hoy, el Gobierno de Sánchez está aislado en la Asamblea y a merced de las formaciones de la oposición, que han dado un vuelco de calado a muchas partidas sensibles de los Presupuestos para 2016. El resultado es un carajal en las cuentas públicas porque el techo de gasto es inamovible y el Gobierno tendrá que asumir compromisos en materia de retribución de los funcionarios e interinos que, en principio, no pueden satisfacerse sin recortes en esa misma partida de personal.
La lección más evidente del caso murciano es que las investiduras pueden alcanzarse con apoyos puntuales, pero éstos no garantizan una gobernabilidad estable y duradera si no hay pactos sobre grandes puntos programáticos que luego se cumplen. Y esta idea es de aplicación tanto para Mariano Rajoy como para Pedro Sánchez. Ambos lo tienen mucho más difícil porque la fragmentación parlamentaria en el Congreso de los Diputados es tremendamente complicada. Incluso el líder socialista, que a priori lo tendría más de cara con una alianza de Gobierno con Podemos, IU y PNV, previa abstención de los nacionalistas catalanes, se encontraría con enormes obstáculos para dar satisfacción a las aspiraciones políticas de formaciones tan dispares. Por ejemplo, una profunda reforma constitucional, dado que necesitaría contar con el PP porque dispone de una minoría de bloqueo en la Cámara Baja y mayoría absoluta en el Senado. La gran incógnita es el papel que jugará Ciudadanos en las próximas semanas. En determinadas circunstancias podría, como dijo Rivera, desencallar la guerra fría entre PP y PSOE, decantando la balanza de uno y otro lado. El lío es monumental. Y su desenlace, una completa incógnita.