La universidad, la pública como la privada, está cambiando muy deprisa hacia no sé dónde. La singularidad del mundo académico regional me tiene perplejo, aunque lo más probable es que servidor, desde hace años alejado de las aulas como docente, está completamente desfasado. La ciencia de excelencia nunca tuvo muchos apoyos externos en los campus, pero ahora, bajo la frivolidad imperante, se sitúa también en un segundo plano desde dentro, con centros superiores de enseñanza que brillan más por sus exitosos clubes deportivos profesionales que por sus laboratorios y su producción científica, o que crean cátedras de innovación ecuestre dando marchamo académico a nuevas terapias de eficacia científica no contrastada. La ‘buena’ noticia es que la universidad se ha abierto a la sociedad y ya no es elitista: mañana cualquiera puede ser catedrático honorífico o presidir una cátedra internacional.